Hay mensajes que perviven ocultos
durante mucho tiempo y aparecen, de improviso, en el lugar más insospechado,
palabras descubiertas por el azar que revelan en un segundo un sentimiento
escondido a lo largo de décadas. Hay historias de personas anónimas, humildes,
que duermen en el cajón del olvido a la espera de merecer la luz.
Hace cuatro años, cuando decidí
escribir una novela con las narraciones maravillosas que mis tías me contaban
al calor de las cocinas, ésas que explicaban la vida, dura y difícil, de los
miembros de mi familia, comencé a recopilar las fotografías antiguas porque, a
través de ellas, es más fácil imaginar y entender a sus protagonistas. El
pequeño patrimonio estaba repartido entre los “Mitaíllas”, el apodo legado por
el bisabuelo que conservamos con orgullo, aunque la palabra pierda todo
significado lejos del pueblo de la vega granadina donde él vivió. Y los
“Mitaíllas” lo guardaban como un tesoro muy querido, una herencia que fue
aflorando de cajas viejas y álbumes gastados. Las visitas, acompañadas de esa
cordialidad que invita a degustar la morcilla y el chorizo de la última
matanza, también fueron la excusa para volver a escuchar de nuevo algunos de
aquellos relatos y descubrir detalles desconocidos.
Pero algunas de las fotografías
más valiosas estaban en mi casa de Málaga –la casa de los padres nunca deja de
ser propia-, guardadas en un álbum de tapas rojas que había pertenecido a mi
abuela María. Una de ellas, pequeña y arrugada, me llamó la atención. De entre
la bruma sepia que rodea las imágenes antiguas aparecen mi madre y mi tía
Encarna cogidas de la mano en una calle imprecisa de Granada. Al fondo las
siluetas borrosas, oscuras, de varias personas se alejan caminando por la
acera, junto a un automóvil aparcado, quizás un viejo Ford negro de principios
de los treinta, que entra en una esquina del encuadre.
Mi madre debe tener seis años, mi
tía acaba de cumplir los cuatro. La foto no tiene fecha, pero debió tomarse a
finales de 1942. Los abrigos revelan la cercanía del invierno, tal vez el más
triste de sus vidas. Las niñas miran desconfiadas a la cámara como si fuera un
objeto extraño. Sin duda debía ser novedoso para ellas porque no se conserva
ninguna fotografía más antigua. Las han vestido con las ropas del domingo, con
sus trenzas y sus lazos en el pelo. María lleva un abrigo oscuro, con cuatro
botones plateados y solapas redondas, el mismo con el que aparecerá en otra
fotografía algo posterior, un poco mayor y más delgada. Encarnita viste uno más
claro y muestra esa mirada traviesa de las niñas enfadadas. Por debajo de los
abrigos abrochados hasta el cuello, apenas sobresalen unos vestidos a cuadros y
las piernas delgadas que acaban en unos calcetines blancos dentro de los
zapatos gastados. Al mirarlas, casi se puede percibir el frío de la mañana gris.
El desamparo de sus ojos delata la tristeza imborrable de los niños nacidos con
la guerra, esa expresión de orfandad que tienen los que han sido privados de
sus madres.
La imagen, que permaneció mucho
tiempo pegada a un álbum, iluminó en su reverso un testimonio imprevisto, la
letra torpe, con faltas de ortografía, de mi madre le escribía un mensaje a mi
abuela. Entre la caligrafía nerviosa se distinguen algunas palabras: “Te mandamos las fotos para que nos beas.
Mil besos”
He tratado mil veces de imaginar
a mi abuela en el pabellón de lactantes de la cárcel de Granada en el momento
en el que, probablemente una monja, le entregó el sobre abierto que contenía un
pequeño trozo de intimidad censurada. Detrás de la nerviosa caligrafía infantil
se revela el dictado intencionadamente cariñoso de alguna persona mayor,
probablemente mi bisabuela. Estoy seguro de que la fotografía debió significar
un salvoconducto para la esperanza.
Nota.- Hace un tiempo, traté de
condensar esta historia en un relato de cien palabras con destino a un concurso
radiofónico, pero chirriaba por todos lados. Necesitaba más espacio y mi propia
voz para contarlo. La inmensa tristeza de esas miradas no cabía en unas líneas.
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