Madrugada del 10 de febrero de 1.937. Han pasado ya tres días desde que
Málaga cayera
en manos del enemigo y, durante ese tiempo, decenas de miles de personas, en su
mayoría ancianos, mujeres y niños, han caminado en desbandada por la carretera
de Almería a lo largo de más de ochenta kilómetros. Huyen de las tropas
italianas que les persiguen, de los aviones alemanes que les ametrallan desde
el cielo, de los cruceros que se acercan a la costa para bombardearles sin
piedad. Muchos han muerto por el camino y la huida se ha acabado para los que
se quedaron atrás, víctimas del hambre y del cansancio, y fueron alcanzados por
los primeros soldados de Franco.
No
sólo huyen de la ciudad de Málaga, también de los pueblos de la provincia y del
sur de Granada. Los que han dejado atrás Vélez, Nerja y Almuñécar se encuentran
con el último obstáculo. Antes de llegar a Motril, donde se está organizando
una resistencia tan débil que también caerá horas más tarde, se encuentran con
un río desbordado: el Guadalfeo baja embravecido por las lluvias de los últimos
días. Los rumores hablan de que la aviación nacional ha bombardeado alguna
presa provocando la avalancha. El puente fue destruido hace horas. Intentaron
improvisar un paso con maderas, pero los aviones regresaron para destrozarlo.
Algunos
fugitivos no saben nadar y la mayoría están demasiado débiles, sólo han comido
la caña de azúcar que han ido encontrando por los sembrados a lo largo del
camino. El agua ya ha arrastrado a decenas de personas que intentaron cruzar a
nado y muchos han decidido sentarse a esperar la llegada inminente del enemigo.
Según
he podido contrastar en los documentos que, de forma casi milagrosa, han ido
apareciendo durante la investigación histórica de mi novela, mi abuelo
compartió con ellos buena parte del recorrido. Es probable que esa noche
estuviera lejos del lugar, que hubiera cruzado el puente unos días antes,
cuando aún estaba en pie. O quizá lo hizo en el último momento. Eso ya no podré
saberlo nunca.
Conforme
avanzaba la investigación, también aumentaba mi perplejidad ante el sufrimiento
innecesario que se produjo en la carretera y la crueldad de las tropas
nacionales, también mi admiración por las personas que lo vivieron. No pude
resistirme a recoger esos hechos dentro de mi historia, sobre todo cuando
confirmé que mis abuelos, mis tíos y mi madre, que apenas tenía una año, habían
formado parte de ella. Quise rendirles un pequeño homenaje a los que encontraron
la muerte en el Guadalfeo. A fin de cuentas, un novelista se mueve en el
terreno de la ficción no está obligado a contar la verdad. Las historias que
viven sus personajes deben ser reales, no verdaderas y la realidad es algo que
se construye con sentimientos. Es real lo que hace sentir al lector y le
emociona y hay verdades que le dejan indiferente.
Antes
de empezar a escribir la escena me documenté todo lo que pude, leí los relatos
de los supervivientes, encontré mapas que me ayudaron a conocer el lugar,
fotografías actuales y traté de arrancar el motor de mi imaginación, pero, como
me ocurre casi siempre, estaba gripado. Tenía más preguntas que respuestas
¿Cómo sería el puente? ¿Y el cauce del río? ¿Qué distancia habría hasta la otra
orilla? ¿Cómo sería el paisaje?
Con
el puente destruido hace setenta y cinco años, el entorno totalmente cambiado y
la mayoría de los testimonios silenciados, tenía que exprimir mi imaginación,
pero de nuevo aparecieron sorpresas. Cuando el segundo borrador de la escena
estaba a medias, deshilachado y carente de ritmo, encontré en internet una
fotografía de principios del siglo pasado en la que se veía el puente, los
planos de su construcción, sus medidas. Había sido construido en 1.856 cuando
construyeron la carretera que unía Granada con Motril. Tenía 110 metros de
longitud, divididos en cinco arcos de 16
metros de diámetro, que se levantaban gracias a cuatro pilas que le daban una
altura de más de veinte metros. Era de piedra y mampostería. El cauce solía
discurrir bajo los cuatro arcos de la izquierda, tras salvar una pequeña colina
en la margen derecha. Hacia el norte las últimas estribaciones de la Sierra de
Lújar lo encajonaban entre barrancos y más adelante se abría en una amplia
rambla que desembocaba en el mar sólo unos kilómetros después.
Y
a partir de la realidad, la imaginación comenzó a volar. Estoy acabando de
pintar los detalles del cuarto borrador de la escena y todavía continúa sin
gustarme. Ahora sólo espero no traicionar la memoria de los que murieron en ese
lugar y estar a la altura de su memoria. Si algún día acabo de escribir la
novela, los azares del destino le permiten ver la luz y hay lectores que llegan
a leerla, me gustaría que sientan algo en su corazón. No será parecido al
sufrimiento enorme de los protagonistas, ni al mío a la hora de intentar
describirlo, pero una buena novela es una fuente de sentimientos compartidos y
eso es lo que me gustaría que ocurriera.
Nota.-
Hay músicas maravillosas que me ayudan a encontrar el sentimiento necesario
para escribir. En las escenas nocturnas que se llenan de tristeza o de
melancolía me ayudan dos sonatas con el mismo nombre: Claro de luna. Casi me
gusta más la de Debussy que la de Beethoven, el ritmo de lo que he escrito en
las últimas semanas le debe mucho a las partituras de piano de los músicos
modernistas. Las dejo aquí para los que queráis oírlas.
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