La decisión de escribir una primera novela encierra en sí misma una pequeña locura. Ser un gran lector no equivale a ser una razonable escritor y el aprendizaje, como en todos los oficios que se hacen con las manos, requiere de mucha paciencia y no pocas frustraciones. Más allá de los manuales y los cursos de escritura creativa, que son de gran ayuda, el mejor aprendizaje se encuentra en los cientos de lecturas previas que se convirtieron el germen de la pasión por la literatura. Las tardes de lluvia son proclives al recuerdo, la tranquilidad del otoño invitan a la reflexión. Por eso, ayer me volvió a vencer la dificultad frente al papel en blanco y, en lugar de garabatear páginas vacías que esperan, mi pensamiento voló por todos aquellos libros que quedaron para siempre prendidos en mi memoria.
Sólo inventariamos aquello a lo que le conferimos valor. Ayer mi mente elaboraba el inventario de las lecturas que me gustaron a lo largo de los años, tratando con ello de despertar inútilmente a las musas. Despertaron al menos la idea de lo que ahora escribo, el mapa sentimental que marca el itinerario donde perderse en busca de la esquiva inspiración, el reflejo de aquellos párrafos, versos, capítulos, obras que tanto me gustaron leer y que algún día me gustaría poder alcanzar a escribir.
La primera vez que intenté leer un libro debería tener unos ocho años. En un estante de mi habitación dormían dos solitarias novelas: El corsario negro y La isla misteriosa. Las había comprado mi padre en unos de aquellos pedidos que se veía obligado hacer, creo que de forma bimensual, al Círculo de Lectores. Debió pensar que “el niño” (es curioso pero, más de tres décadas después, sigue refiriéndose así de mí) algún día sentiría la curiosidad por leer. En mi niñez, que empieza a ser ya lejana, no existía la literatura infantil y juvenil, magníficamente ilustrada, que hoy podemos encontrar en las librerías. Para un niño de ocho años, enfrentarse al reto de leer más de trescientas páginas, sin apenas dibujos, era casi desolador. Apenas conseguí leer un capítulo y volví a aquellos cómics, que editaba Bruguera, en cuyas viñetas se contaban los cásicos de la literatura de aventuras. Pero aquel capítulo fue la semilla de la que más tarde brotaría mi amor por los libros.
Pocos tiempo más tarde, volví a tomar entre mis manos El corsario negro. Esta vez, aquellas aventuras caribeñas de piratas agarraron de tal forma en mi corazón, que devoré la novela con el ansia que sólo tienen los descubrimientos que llevan tiempo esperando. Fue sólo el inicio porque no paré hasta leer el resto de volúmenes que contaban la vida de aquel valiente de Ventimiglia, forzado por la vida a convertirse en filibustero para luchar, en compañía de Morgan, contra el gobernador de Maracaibo. Las historias de las Antillas se fueron simultaneando con las que los tigres de Mompracen desarrollaban en los manglares de la India y en las selvas malayas. Así, las luchas contra el colonialismo del Corsario Negro y Sandokan, acompañado éste de Yañez, Sambigliong, Lady Mariana, los malvados thugs y el déspota rajá de Sarawak, dieron alas al deseo de aventuras que puebla la imaginación del final de la infancia. Yo en aquella época confeccionaba una lista donde apuntaban los libros que iba leyendo y, llevado por el espíritu de calificaciones de la escuela, hasta los puntuaba con una nota, en función de cómo me habían gustado. Esa lista desapareció de mi vida durante muchos años, hasta que hace algún tiempo, ya no recuerdo cómo, la volví a encontrar, perdida entre viejos papeles. Repesándola hoy descubro cuarenta y dos novelas de Emilio Salgari. Eso no hubiera sido posible sin la magnífica labor que hacen las bibliotecas públicas por los lectores jóvenes de pocos recursos.
Años más tarde, descubrí que la breve biografía del autor, que aparecía en aquella edición de 1.975 de El corsario negro y que aún guardo como un tesoro, no era del todo correcta, porque aunque era verdad que estudió para marino, no navegó por otros mares que los italianos y nunca recorrió el mundo bajo el uniforme de capitán de navío, como falsamente allí se contaba. Al principio fue una pequeña decepción, porque yo imaginaba que aquellas narraciones serían fruto de alguna experiencia viajera. Allí aprendí la primera lección, no hay medio de transporte más poderoso que la imaginación, porque puede trasladarte a lugares lejanos e imposibles.
Pero Salgari no viajaba solo. Julio Verne no alcanzaba sus dosis de acción, pero desplegaba un entorno científico maravilloso y de escenarios más variados. Con él acompañé al correo del zar, me sumergí en un mar de historias submarinas o forme parte de la expedición de los hijos del Capitán Grant que buscaron a su padre a lo largo del paralelo 37.
Nunca me gustaron aquellas correrías edulcoradas de detectives adolescentes que acampaban en grupos de cinco. Me parecían más auténticas, y sobre todo más inquietantes, los delitos y los crímenes que Agatha Christie o Conan Doyle resolvían en sus novelas. Recuerdo sobre todo aquellos paisajes góticos e inquietantes de los páramos por donde campaba el sabueso de los Baskerville y también las novelas de un autor que ha pasado casi desconocido para la historia, pero cuyas obras llenaban un largo estante de la antigua Biblioteca Municipal de Málaga. A J.S. Fletcher hoy nadie lo conoce pero sus peripecias detectivescas llenaron muchas de mis tardes y mis noches.
Así entre detectives, mosqueteros, cruzados, robinsones, balleneros que perseguían al monstruo blanco o historias de romanos, mi infancia fue convirtiéndose en adolescencia y el abanico de lecturas se fue ampliando. Creo que a los quince años descubrí, como lector, la poesía, pero eso forma parte de otro capítulo de estos recuerdos que seguiré contando.
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