La luz tenue de finales de enero se colaba entre los visillos mientras Antonia aprovechaba la última claridad del atardecer junto a la ventana para seguir bordando sus pájaros. Dos gorriones de colores azules y anaranjados parecían piar posados en unas ramas, rodeados por un marco verde de hojas. Ya sólo le faltaba lo más sencillo, tenía que acabar de darle las últimas puntadas a sus iniciales. Dentro de la casa reinaba una alegría y una excitación desbordante, que contrastaba con el desánimo que había ido viendo en las caras de todos en los últimos meses, durante los cuales, las labores de bordado le habían acompañado en la espera. Con cada alfiler había ido clavando también en el acerico un deseo y, a lo largo de tres años, había pedido centenares de veces la vuelta de su padre, Antonio, de una guerra que se libraba al otro lado del océano. Ahora que estaba a punto de cumplirse el mayor de sus anhelos, no podía centrarse en la costura. Había pasado sentada muchas tardes, bordando en el alféizar de aquella ventana enrejada desde la que se veía el mar, y estaba cansada de la obsesión de su madre Feliciana por esas tareas. A ella, a sus diez años, le gustaba abrir su costurero de madera taraceada y ordenar los carretes y las madejas de hilos de colores, los dedales, algunos botones y corchetes de diversos tamaños o el pequeño cilindro de nácar donde guardaba las agujas, pero le aburría dedicar tantas horas a sus deberes de costura, dibujando animales y flores en el cañamazo que atrapaba el bastidor de madera. Por eso, había dedicado las horas a mirar el paso de las estaciones y de las personas a través de los cristales, viendo cómo, en algunos días de invierno, la arena de la calle se convertía en un lodazal, que se despoblaba con prisa conforme arreciaba la lluvia o el desfile de transeúntes tranquilos que traía la primavera, el vendedor de pescado que marchaba por la mañana con los cenachos llenos de su fresca mercancía, el mendigo que apenas saciaba su hambre con miradas o el limpiabotas cansado que, al caer la tarde, regresaba borracho cojeando hacia su casa. Pero el espectáculo que más le gustaba ver a través del ventanal se producía, a primera hora de la mañana, en el momento en el que las jábegas embarrancaban en la orilla y los pescadores comenzaban a tirar del copo, impacientes por ver la captura que le deparaban aquellas redes. En todo ese tiempo, había visto miles de veces cerrar las persianas, abrir las cortinas sin que tuvieran noticias sobre el regreso de Antonio y mientras su madre, que aprisionaba su preocupación en silencio, se iba haciendo cada vez más severa, ella caminaba por su infancia agrandando los recuerdos y sintiendo que aquellas tardes se hacían tan eternas como la espera del padre, del marido, del teniente de primera de administración militar que llevaba meses en Cuba tratando de organizar la derrota. La esperanza de que hubiera regresado antes de la navidad se había difuminado entre alfileres y, cuando llegó por fin la noticia de su llegada, la felicidad llenó aquel salón donde las horas tenían aroma de salitre y el tiempo pasaba despacio.
El último año del siglo había comenzado pocas semanas antes. Desde ese momento, había empezado a contar los días que faltaban para poder abrazar a su padre. Su olor se había ido perdiendo en el olvido, retenido apenas entre sus ropas, que Feliciana ordenaba esa tarde en el salón, con el deseo de que las encontrara limpias y planchadas a su vuelta, para desaparecer más tarde tras la puerta del dormitorio y regresar un minuto más tarde bromeando sobre las camisas que había dejado alineadas en el armario en perfecto estado de revista. Su madre era una mujer de carácter, religiosa y conservadora que siempre había tratado de ocultar sus preocupaciones, el problema es que así también fue ocultado sus sentimientos y Antonia no podía evitar sentirse cansada de la severidad, de las misas, los rosarios y los bordados y recordaba cada vez con más ternura las caricias paternales. Su mente ordenaba los lugares a los que quería ir con el teniente cuando éste regresara. Mientras sus hermanas estaban deseando enseñarle los escaparates de los grandes almacenes de Gómez Hermanos y dejaban volar la imaginación con sus esclavinas de pañete bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, pelerinas y nubes de madroño y sayas, ella, que ya veía como las tardes se iban haciendo más largas en mitad del invierno, ansiaba que llegara el calor y poder subir con su padre por la calle Larios hasta la plaza de la Constitución y tomarse un helado de turrón en la nevería del Café de La Loba. Aunque realmente, lo que más deseaba era que la llevara a ver las imágenes en movimiento del cinematógrafo, porque todo el mundo en Málaga hablaba de la fascinación que provocaba aquel ingenio que hacía que las personas aparecieran en una pantalla caminando por las calles de París o de las ciudades más bellas de Europa. El invento había llegado hacía más de dos años, pero como Feliciana, con sus anticuadas reticencias, no había consentido que sus hijas lo vieran, Antonia esperaba con ansias el regreso de su padre porque sabía que él si la acompañaría ver una proyección de aquellos cuadros.
-Corre, que ya ha llegado –le gritó una de sus hermanas.
Sus pensamientos estaban en ese momento dando las últimas puntadas a la tela y, mientras ella se apresuraba por llegar a la puerta, los pájaros se quedaron encima del alféizar cantando en sus ramas.
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¡¡Uff!! esto pinta muy bien....ya tengo ganas de más.
ResponderEliminarHabrá que tener paciencia. Escribirla novela me llevará al menos varios años
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