El 11 de febrero de 1.874, mi tatarabuelo Antonio López Martín, a sus veinte años, decide alistarse en el ejército como vía para escapar de la pobreza de su entorno rural y ascender socialmente. Justo ese día, la Primera República cumple un año de vida en medio de fuertes tensiones políticas, que han derribado a cinco gobiernos en menos de un año y una crisis económica mundial, que golpea especialmente a los más humildes. Las tensiones nacionalistas de algunos territorios están a flor de piel después de fracasar un intento de crear un estado federal y la Tercera Guerra Carlista se encamina hacia su segundo año. Los carlistas controlan buena parte de las provincias vascas y Navarra y acaban de sitiar Bilbao. El gobierno, pese a la crisis, está reclutando más tropas para tratar de reconducir el curso de la guerra.
Tras un largo viaje en tren de varios días, Antonio llega a Santander justo en el momento en el que lo hace el general Serrano, que ha dejado la presidencia del gobierno para ponerse personalmente al frente de la guerra. La llegada a Santander coincide con la de los heridos que vienen del frente de batalla, tras la primera derrota republicana en San Pedro de Abanto. La ciudad se ha convertido en un inmenso campamento donde se concentran las tropas que vienen de refuerzo. Ingresa como soldado de 2ª voluntario en el Regimiento de Infantería de Zamora nº 8, 2º Batallón.
Antonio se embarca hacia Santoña y desde allí se dirige con las tropas hacia Abanto, donde tiene su bautismo de fuego en una de las batallas más duras de la guerra: tres días en los que tratan de conquistar las colinas que son fundamentales para levantar el sitio de Bilbao, tres días de explosiones, de cargas de bayoneta, de trincheras, de muerte… para tratar de conquistar unas posiciones fuertemente defendidas. Los generales, acosados por el curso de la guerra y del pesimismo de la opinión pública, lanzaron continuamente hacia la muerte a sus tropas durante ese tiempo. Pese a la inutilidad del esfuerzo, la batalla acaba en un empate, en el que ambos bandos mantienen sus posiciones y abren una tregua tácita para enterrar a sus muertos.
Antonio estaba encuadrado en el ala derecha del ejército, que estaba al mando del mariscal de campo Fernando Primo de Rivera. En esa zona las trincheras estaban tan próximas, que se producen charlas entre los enemigos, los carlistas les gritan ¡guiris! a los liberales, que les responden ¡carcas! El primer día de la batalla realizaron una carga de bayoneta que les hizo conquistar las primeras posiciones, pero en el segundo día de la batalla todo se torció: el enemigo había reforzado las posiciones por donde tenían que atacar el batallón en el que estaba el tatarabuelo. Era necesario alcanzar la cumbre de san Pedro de Abanto. Tras cruzar el bosque de Pucheta, el enemigo abrió un vivísimo fuego que les obligó a retroceder. En el tercer día de la batalla el batallón de Antonio se quedó en la reserva y pudo contemplar el ataque: un sangriento avance a bayoneta que hizo que los carlistas se replegaran hacia la cumbre, pero para llegar hasta allí, las tropas republicanas tenían que adentrarse en un territorio en el que estaban expuestos a los disparos del enemigo. Pese a la temeridad de la acción, los oficiales ordenaron avanzar. La artillería enemiga vomitó metralla y granadas que hizo inútil todos los esfuerzos de valor. La brigada de reserva (donde iba el tatarabuelo) se lanzó al ataque para apoyar a las columnas, cuyas filas habían sido diezmadas. El cuadro que ofrecía el campo de batalla era terrible. El polvo que levantaban las granadas y el humo de la pólvora ocultaba las posiciones, que rápidamente se iluminaban nuevamente por el fuego de fusilería. Ambos bandos, enardecidos, lucharon a sangre y fuego despreciando sus vidas. Pese a que era inútil seguir adelante, el General en Jefe ordenó a Primo de Ribera que forzase el ataque por la derecha. En ese momento una bala le atravesó el pecho por lo que tuvo que dejar el combate, agravándose la situación. Los carlistas aprovecharon para iniciar un ataque a bayoneta que, a pesar de su ímpetu, no consiguió su propósito.
A las tres de la tarde el General en Jefe se enteró de las heridas de Primo de Rivera, pero reorganizó los batallones y volvió a intentar el ataque sobre San Pedro de Abanto. Fueron recibidos por un fuego intensísimo que sembró el campo de cadáveres e hizo vacilar a las tropas, que, obligadas por sus jefes, continuaron el ataque. Varios batallones, entre ellos uno de Zamora (en el que estaba el tatarabuelo) subieron la pendiente sur que asciende a la iglesia de Murrieta y allí fueron ametrallados por una trinchera oculta donde los carlistas habían colocado cuatro batallones, lo que les obligó a retroceder. Cuando se hizo de noche, los carlistas mantenían la iglesia, mientras el resto de San Pedro estaba en manos republicanas. En esa situación llegó la noche y cesó el fuego. Durante la madrugada se parapetaron las casas, se municionaron las tropas, se relevó a la primera línea y se recogió a los heridos, mientras los carlistas aprovechaban para reforzar sus defensas. Los gubernamentales cuentan sus bajas que son alrededor de 3.000. Ambos contendientes se encuentran al borde del agotamiento.
Los generales, que ven que es imposible conquistar la cumbre, deciden, después de tres días, parar la carnicería. Una tregua tácita, que nadie pacta, permite enterrar a los muertos y cuidar a los heridos. El hospital en Abanto se ha levantado de forma rápida en el interior y los alrededores de una iglesia, allí se mezclan utensilios religiosos y militares en una escena casi surrealista. Las semanas posteriores un temporal de viento y lluvia azota el campo de batalla y obliga a mantener suspendidas las acciones militares. La llegada de la semana santa hace que se mantenga la inactividad. Los enemigos incluso se reúnen y confraternizan en el frente. Los que se batían a muerte hace apenas unas semanas, comparten cigarros y conversaciones. Los republicanos ganan tiempo a la espera de los refuerzos que finalmente llegan para reemplazar a las agotadas tropas (entre ellos el tatarabuelo) y continuar la batalla. Las tropas entran finalmente en Bilbao el 2 de mayo. Allí Antonio pudo ver a una población alegre por el levantamiento del sitio de la ciudad, que salió a las calles a recibir el desfile. Para él su bautismo de fuego debió ser una experiencia difícil de olvidar.
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