El 12 de Abril de 1.931 fue domingo de Resurrección y se celebraron elecciones municipales en España, pero lo que estaba en juego no era sólo los gobiernos de los municipios, era sobre todo un plebiscito sobre la figura del rey Alfonso XIII. Una gran parte del país cuestionaba la monarquía y el periodo histórico conocido como la restauración, especialmente después de la dictadura de Primo de Rivera, que llegó al poder tras un golpe de estado, perpetuándose durante siete años y fortaleciendo el sentimiento antimonárquico. A esas elecciones acudieron unidos los socialistas y los republicanos, mientras los monárquicos subestimaron a sus rivales políticos, ya que confiaban que el control que los caciques realizaban sobre el entorno rural, a través de las amenazas y la compra de votos, les aseguraría la victoria. Así ocurrió efectivamente en el campo granadino, pero en la ciudad, como en el resto de las capitales de provincia del país, la victoria republicano-socialista fue aplastante.
La edición del periódico El Defensor de Granada de la tarde del día 13 expresa muy bien el sentimiento de aquellas horas: “La nota primera que hemos de destacar es el orden absoluto con que se efectuaron las elecciones. Las fuerzas republicanas y socialistas, la gran masa de opinión simpatizante, han dado una espléndida lección de fe de ciudadanía. Durante ocho años se ha venido afirmando que el pueblo español no existía, que la masa era incapaz de interesarse por ningún problema, que todo en la vida pública española era compadrazgo e interés personal. Esta ha sido la campaña de los derrotistas, de los usufructuadores del poder, que no querían perder las ventajas que su labor de tantos años les proporciona. Eran almas frías e incapaces de la fe, que no podían concebir un movimiento de renovación; envueltos en la capa de su escepticismo, sonreían ante todo los que un día y otro iban, más o menos modestamente, sembrando en las conciencias. “Pobres idealistas - decían con ironía - la masa los aplastará” Este ha sido su gran pecado. No han visto, no han querido ver, que precisamente el ideal, el santo ideal, es lo único que puede remozar y cambiar a los hombres de los pueblos y el pueblo español, por lo creador y civilizado, se despierta tras un trágico letargo para continuar su labor de dirigente de la Historia de la Humanidad. Granada ha respondido como todas las ciudades españolas a la voz de los sembradores de Ideal. Las elecciones del domingo demostraron perfectamente como cuando un pueblo se hace dueño de sus destinos, no hay fuerza que lo desvirtúe.”
El 14 de abril el rey, inicialmente reacio a abandonar el trono, es aconsejado para que abdicara, ya que sólo podía perpetuarse en el poder a través del apoyo de los militares y del inicio de una guerra civil. Durante la mañana los rumores, la confusión, la expectación se disparan. Cuando a primera hora de la tarde, llega la noticia de la abdicación y de la marcha del rey, la alegría se desborda en todas las ciudades del país. Granada era una fiesta. Esa noche el gobierno proclama el advenimiento de la Republica y el ejército permanece en sus cuarteles respetando al nuevo régimen.
Yo quiero recoger ese momento en mi novela. Ahí va el primer boceto sobre esa escena: “Aquel martes María había ido a Granada. Su madre, preocupada por la tensión que se respiraba en el ambiente desde las elecciones del domingo, le había pedido que fuera con cuidado. En Uriana, como en más de cuarenta pueblos de la provincia, no habían salido aún los resultados electorales, pero todos sabían que en el campo siempre ganaban los monárquicos y para ella, a sus veintiún años, el trabajo era un deber cotidiano al que se había acostumbrado desde que abandonó la escuela siendo casi una niña. En la ciudad, como en la mayoría del país, los republicanos y los socialistas celebraban una victoria que iba a traer un tiempo nuevo de modernidad, donde decían que todos los hombres serían iguales. Por la mañana, todos los comentarios de las calles susurraban que el rey pensaba abdicar y una extraña expectación corría de boca en boca. Pero al atardecer, cuando acabó sus tareas y estaba a punto de iniciar el camino de regreso a Uriana, el griterío de la multitud le sorprendió nada más pisar la calle. Un gentío la envolvió de forma inevitable. Muchachas con lazos rojos y hombres que portaban banderas republicanas confraternizaban entre saltos de alegría. Era imposible no contagiarse de aquella felicidad extraña, del júbilo de las campanas que se sumaban a la fiesta. Todos marchaban hacia la vecina plaza de Mariana Pineda y, embriagados de ilusión, vitoreaban a la república. Vio una bandera roja ondeando en la puerta del Salón Olimpia y los brazaletes tricolores, que se habían colocado sobre sus mangas los guardias urbanos, ovacionados también por una muchedumbre que no cesaba en sus proclamas entusiastas y en sus canciones antimonárquicas.”
Aquel sueño apenas duró unos años, en los que trataron de cambiarse y de modernizarse muchas cosas y un país entero. Aquel sueño fue asesinado por un golpe de estado militar que trataría de vilipendiar los éxitos conseguidos, pero esas ya son otras historias. La investigación histórica de mi novela me ha llevado a conocer con más detalle aquella república abandonada por muchos, de la que he terminado por enamorarme. Por eso hoy, setenta y nueve años después, aunque pienso que la monarquía democrática actual no es comparable a las anteriores, grito como aquellos viejos que guardaban y aún guardan el rescoldo de un sueño ¡Viva la república española!
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