En septiembre empezaron a llegar los primeros barcos repletos de heridos y fue entonces cuando el país se enteró del estado lamentable en el que volvían sus soldados, del sufrimiento que contaban sus historias de hambre, fiebres y fatigas. Poco a poco el goteo de nombres fue aumentando, los nombres sueltos del principio fueron convirtiéndose en largas listas agrupadas por unidades: el regimiento de San Fernando, el de la Reina, el batallón de La Habana, el de Simancas, la infantería de marina, que siempre llegaban en un tren mixto o a veces en un tren correo y siempre eran recibidos por la comisión de la Cruz Roja, pero nunca en aquellas listas aparecía el teniente de 1ª de Administración Militar que su madre estaba buscando.
Cuando por fin se confirmó el regreso, todo fue felicidad en la casa. Faltaba poco para Navidad y toda la familia estaría junta después de mucho tiempo. Su padre se marchó a la guerra hacía ya más de tres años, aún recordaba el beso que le dio antes de irse y la sonrisa que le ofrendó al salir por la puerta. Ese día la vega estaba radiante, la luz era preciosa y el país entero celebraba con algarabía la marcha de sus soldados hacia la victoria. Ahora que estaba acabando el otoño y se acercaban los días fríos y cortos del invierno, los soldados regresaban de la derrota entre el desaliento y la tristeza.
Pese a la festividad con que otros rodearon su despedida, descubrió a su madre llorando. Feliciana era una mujer de carácter, religiosa y conservadora que siempre había tratado de ocultar sus preocupaciones, el problema es que así también fue paulatinamente ocultado sus sentimientos y Antonia recordaba cada vez con más ternura las caricias de su padre. Cansada de la severidad, de las misas, los rosarios y los bordados, ella también quería estudiar para ser maestra, como su hermana, le gustaba vivir en ese pequeño pueblo de la vega granadina y jugar con sus vecinos, la mayoría hijos de campesinos con pocos recursos, aunque con ello no hacía otra cosa que enfadar a su madre, que siempre le insistía que una señorita, hija de militar, no debía perder tanto tiempo mezclándose con gentes sin más recurso que el trabajo de sus manos.
Estaba dando las últimas puntadas a la tela cuando los gritos anunciaron la llegada y los pájaros se quedaron sobre una silla cantando en sus ramas. Rápidamente acudió a besarlo, pero entre abrazos descubrió que su padre había cambiado, volvía mucho más delgado y parecía más viejo, llevaba en sus ojos la inevitable desdicha del fracaso.
El silencio de los primeros días fue sustituido por los sonidos de las conversaciones y pudo entender la derrota de su padre. Aunque el retraso acumulado de las pagas enfadaba a Feliciana e incomodaba una economía familiar, que sin grandes lujos, no había conocido hasta ese momento la necesidad, él quiso llevar a su hija a Granada con la excusa de encargar en la confitería Los Alpes dulces para la navidad que se acercaba y concederle a Antonia el capricho que llevaba tanto tiempo deseando, contemplar los escaparates de La China, que se anunciaba como el establecimiento de tejidos y novedades más famoso de la ciudad, y dejar volar su imaginación con sus esclavinas de pañete bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, ratsimires, pelerinas y nubes de madroño y sayas. Pero luego entendió que el verdadero motivo del paseo era otro, su padre necesitaba contarle su furia a un amigo militar que pudiera entenderla.
Y mientras Antonia jugaba junto a la puerta con otros niños desconocidos, su padre en la habitación vecina fue contando que había ido a Cuba a colaborar con la organización del abastecimiento y sólo pudo administrar el hambre y la carencia de unos soldados, que no estaban preparados para la guerra, que tuvieron que enfrentarse a ella porque eran pobres y sus familias no tenían los trescientos duros que costaba la redención, ni los medios para arrojarse a las fauces de las empresas crediticias que aparecieron por todo el país para venderles cara su salvación. Había ido para luchar contra los mambises y no para agotar de hambre a sus mujeres y a sus hijos, con estrategias de un general insensible a la desgracia humana. Pensaba que se enfrentaría a los fusiles, pero el enemigo había sido la manigua con sus mosquitos y su fiebre. Los periódicos y los políticos engañaron al pueblo y éste alborozado los despidió hacia una victoria imposible. Luego los yankees acabaron lo que los cubanos habían comenzado y sus barcos fueron demasiado poderosos para los nuestros. Fueron obligados a salir del puerto, con el valor como única arma, por un gobierno que estaba muy lejos para conocer lo que de verdad estaba ocurriendo y solo pretendía anticipar el final menos deshonroso posible, aunque ya fuera tarde para salvar la honor. Los buques fueron embarrancando uno a uno, heridos por la flota enemiga que los esperaba al final de la estrecha dársena. Luego vendría la eterna espera del repatriado, las más dos semanas del largo viaje en un barco hacinado de hombres sin futuro.
Tras despedirse de su amigo, de regreso a casa, la cara de su padre cambió cuando vio a un soldado con harapos mendigando limosna en mitad de la calle. En otro tiempo él se habría indignado, le habría acusado de no ser digno de su uniforme, pero ahora ya no era el militar entusiasta que se había marchado a Cuba y sólo pudo mirar a otro lado, aunque eso le dolió aún más porque era lo que todo el país estaba haciendo, tratando de esconder su dolor entre el olvido. Y es que después de la guerra algo había cambiado en las vidas de los habitantes de la vega.
Seis años más tarde Antonia dejaría las comodidades de su casa para casarse con un gañán, veinte años mayor que ella, pero de una bondad infinita que siempre le acompañaría. José sólo había heredado de su padre el apodo que en el futuro también llevarían sus hijos: mitaílla, esa curiosa unidad de medida con la que aquel viejo campesino pedía en el bar el anís que le calentaba del frío de la vega. Y en su nueva pobreza Antonia recordaría aquellos días duros del regreso de su padre y siempre tendría la misma respuesta cada vez que oía alguna queja de boca de sus ocho hijos. La frase ha sobrevivido al tiempo y pervive en la memoria de la familia: más se perdió en Cuba. Lo que ella no sabía entonces es que aún es posible llegar a perder más.
La luz de noviembre vuelve a entrar por la ventana, la habitación de mi hija está ahora en calma, las hojas descuidadas del jardín le susurran otro otoño a la mañana. En la pared unos gorriones anaranjados y azules siguen piando una larga historia: la del tatarabuelo que regresó de Cuba con una derrota, la de la bisabuela que bordaba pájaros y perdió un hijo en otra guerra, fusilado por unos canallas que sólo hablaban palabras de odio y de venganza, la de la abuela abandonada por todos que parió en la cárcel a su hija y a su amargura, la de madre que se crió en la noche azul de los hospicios y clausuró luego su pena en un convento, la historia que algún día, cuando encuentre las palabras, quiero contarle a mi hija para que no se duerma en el cajón del olvido.