A mis siete años, aquellos días sin colegio en mitad de
un noviembre gris parecían un adelanto de las vacaciones de navidad. Cuando
pregunté a mis padres por el motivo de esos inesperados momentos de juegos,
lejos de los pupitres y del olor a tiza, su respuesta fue: “porque Franco se ha
muerto”.
Llevado por mi inocencia infantil respondí que Franco podría
morirse cada mes y así disfrutar de más vacaciones inesperadas. No entendí por
qué mis padres me riñeron con tanta severidad, haciéndome prometer que no
volvería a hacer ese comentario, especialmente delante de desconocidos. Tampoco
entendí por qué en la televisión solo se escuchaban himnos militares y aparecía
una interminable cola de personas tristes que avanzaban despacio entre lágrimas.
Mi abuela María también lloraba como no la había visto antes, con el
consiguiente enfado de mi abuelo Rafael. Lo
que tienes que hacer es celebrar la muerte del cabrón que te metió en la cárcel
y mató a tu hermano, le regañaba el viejo anarquista. Yo pensaba que ella
lloraba por los mismos motivos que los señores con bigotito de la larga fila.
No entendía nada. Más tarde descubrí que las razones de su llanto eran muy
distintas. Mi abuela guardaba tan adentro la pena y el sufrimiento de muchos
años, que ni siquiera los días de libertad que vendrían más tarde los harían
olvidar.
Mi abuela sobrevivió apenas tres años al dictador y nunca me contó su historia, pero esa mañana descubrí por qué el miedo y el hambre son el mejor cemento para unir a las familias, por qué, en las situaciones más desesperadas, las personas sencillas y anónimas se convierten en héroes sin pretenderlo, por qué el sufrimiento más amargo pervive escondido durante años y generaciones.
Aquellas historias, contadas aún en voz baja, desplegaban en mi mente cientos de imágenes, como las viejas fotografías de este libro y decidí que algún día tomaría los retales dispersos para escribir una novela, la historia de los que lucharon y sobrevivieron para que yo pudiera hoy comenzar a escribirla desde el cielo, en un avión; porque, más allá de la pobreza, del miedo, del odio, la dignidad fue el mejor tesoro que ellos pudieron legarnos.
Mi tía se marchó para siempre hace una semana y ahora la recuerdo contándomela. Se fue postrada por la enfermedad, pero luchando hasta el final. El médico, sorprendido por tan inútil esfuerzo, dijo que la generación que nació con la guerra había aprendido a sufrir tanto, que no sabían irse de otra forma.
Este libro pretende ser una celebración que reúna a cuatro generaciones de Mitaíllas y un homenaje a la persona que empezó a contarme la historia.
7 de Octubre de 2.008
dormidasenelcajondelolvido by José María Velasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Compartir bajo la misma licencia 3.0 España License.
No hay comentarios:
Publicar un comentario