Siete cuarenta y cinco de la
mañana. Sábado de enero. Frío. El tren se aleja de la estación de Santa Lucía
por el Ponte della Libertà. El sol amanece entre los tejados y los campanarios
de Venezia. Mi destino es Trieste. Durante dos horas las llanuras dibujan campos
enharinados en las ventanas del vagón. (En la Serenísima había nevado tres días
antes de llegar). Las crestas blanquecinas de tierra arada parecen olas con
espumas de rocío. Las siluetas de villas imponentes aparecen rodeadas de líneas
perfectas, paralelas, de árboles desnudos. La luz del sol se empeña en ascender
suavemente, sin prisa.
Me acompaña la lectura de un buen
libro. Lo escribió Claudio Magris. Su título: Microcosmos. El primer capítulo
describe un café fascinante que quiero visitar. Muchos escritores han hablado
de la ciudad. Presiento que ya la conozco sin haberla pisado, pero eso despierta
aún más expectación.
Antes de llegar, la silueta
blanca del Castillo de Miramare –su nombre lo dice todo- se recorta sobre el
azul del Adriático. Fue el retiro temprano de un archiduque austriaco, que
según cuentan, amaba a su mujer y la jardinería. Casi sin quererlo acabó siendo
Emperador de México. El cargo le duró sólo tres años, hasta que lo fusilaron.
Las vías embocan hacia la
estación Trieste Centrale junto a unos enormes edificios portuarios de ladrillo.
Tienen la magnificencia extraña del abandono, la decadencia de un imperio olvidado
hace tiempo.
Acuciado por el hambre que
resuena en el estómago el primer objetivo se antoja delicioso: desayuno en el
Caffé Tommaseo. Pero en los viajes siempre aparece lo inesperado, la bendita
improvisación que te lleva a cambiar el orden de la ruta imaginada. La puerta
abierta de un templo tiene la culpa. El interior de la iglesia de San Nicolás
es una cruz griega donde las luces de las velas brillan sobre los mármoles del
suelo. Nos invitan a visitar un pequeño museo en la primera planta. Una
voluntariosa anciana nos explica con amabilidad en un tosco inglés que la
colonia helena tuvo gran importancia hace más de un siglo. Los rostros de los
comerciantes, consignatarios y armadores griegos nos miran desde los cuadros.
El Tommaseo respira el encanto
nostálgico de los cafés centroeuropeos.
Tomar un capuccino con una deliciosa tarta de riccota reconforta el hambre del
madrugón y prepara el alma para el
recorrido por Trieste. La vida en los cafés siempre transcurre más despacio y
otorga un punto de calma, tan necesaria para disfrutar del viaje.
Caffé Tommaseo |
Volvemos sobre nuestros pasos
apenas unas decenas de metros para regresar al Canal Grande, el único que hay
en la ciudad. Dos hileras de barcas embarrancadas en el agua baja unen la
perspectiva en Ponterrosso, por donde camina la estatua de James Joyce. Al
fondo, la iglesia de San Antonio Nuovo recuerda las formas de un templo de la
Grecia clásica. A la derecha destacan las cinco cúpulas azules del Templo serbio
ortodoxo de San Spiridone.
Canal Grande |
La estatua de Umberto Saba gira
por la esquina de la calle Dante. Nunca sabremos adónde se dirige, quizás a su
antigua librería. Nuestros pasos nos llevan a la Piaza della Borsa y luego al
Tergesteo, un decimonónico centro comercial con galerías y cafés. Por allí deambulaban
los personajes de Svevo. Uno de ellos, la mujer de Zeno aclaraba que en el
lugar “se decían tantas maledicencias como en el salón de una señora”.
Juraría que en cada ciudad
italiana existe una Piazza dell’Unità. La de Trieste es majestuosa. Cuentan que
es la mayor plaza abierta al mar de Europa. En tres lados de su rectángulo se
alzan antiguos palacios (Pallazzo della Luogotenenza Austriaca, Pitteri,
Stratti, Modello, del Comune, el Grand Hotel Duchi d'Aosta o el edificio de la
compañía de navegación Lloyd). El cuarto se abre al Adriático. “Las gaviotas de
Trieste circulan por la calle con una suficiencia de funcionarios
austrohúngaros” dice Antonio Muñoz Molina con esa mirada que siempre acierta.
Piazza dell'Unità |
Desgranamos los puntos marcados
en el mapa. Como la mayoría de los teatros romanos, el de Trieste se levanta
sobre una colina. Al final de una escalinata emergen dos iglesias muy
diferentes que casi se rozan. El neoclasicismo de Santa Maria Maggiore no puede
competir en hermosura con el románico sencillo de la Basílica de San Silvestro,
la más antigua de la ciudad. Callejeando ascendemos la colina de San Giusto. Caminamos
bajo el Arco de Ricardo, construido en tiempos del emperador Augusto y por
donde, según cuenta la leyenda, pasó Ricardo Corazón de León en su regreso de
las Cruzadas. En lo alto de la colina nos espera la Cattedrale de San Giusto,
donde dos traidores interceptaron el mensaje que llevaba una paloma y acabaron
con los sueños de libertad del Conde Sandorf, uno de esos personajes
aventureros que imaginó Julio Verne.
El hambre vuelve a apretar.
Pasamos junto a la estatua de Svevo en la Piazza Hortis. La Trattoria
Nerodiseppia no tiene mesa disponible sin reserva. Toca improvisar más allá de
las recomendaciones de las guías. En Marisa disfrutamos de dos
platos de pasta (ravioli de patate con sugo bianco di salciccia e ricoma y spaggo
chitarra con busa di gamberi) y compartimos un plato local de salchicha ahumada
con pasado austrohúngaro (wurstel alla piastra con patata in tecia). Con una
jarra de vino de la casa y un semefreddo all’ amaretto, la cuenta se queda en
poco más de cincuenta euros.
El ansiado Caffe San Marco nos
espera para la sobremesa (bit.ly/2jO3WCF) Más tarde la visita a la ciudad se acaba antes
de lo esperado. El Giardino Públicco está cerrado. En la reja un cartel anuncia
la causa: “caduta rami”. Ayer sopló la bora –un viento terrible según nos
cuentan- y hay ramas caídas. De la Piazza Oberdan no parten los tranvías a
Opicina. Nos quedamos sin poder subir al último tranvía híbrido que existe (cuando
las pendientes se empinan funciona como un funicular). Así tengo un motivo para
regresar a Trieste. Tras dejar a un lado la mayor Sinagoga de Europa regresamos
hacia la estación de tren.
Hace más de un siglo, el 2 de
julio de 1914, una comitiva fúnebre siguió un recorrido parecido. Dos carrozas
–acompañadas de otras siete y escoltadas por oficiales de la armada- llevaron
los cuerpos del Archiduque Franz Ferdinand y de su esposa. Habían sido
asesinados cinco días antes en Sarajevo. El atentado iba a desencadenar la
Primera Guerra Mundial sólo unas semanas más tarde. Sus cuerpos partieron hacia
Viena. Trieste estaba triste, en silencio. A nosotros nos espera el Treno
Regionale Veloce a Venezia. El silencio de la tarde fría de enero nos acompaña.
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