Presumir del hartazgo provocado por las
novelas que narran nuestra guerra es algo muy español. Hay personas a las que
les incomoda el recuerdo, cansadas por las historias desgarradoras. Más allá de
la moda, la Guerra Civil española, como todos los momentos convulsos, es un
campo ideal para la narrativa. Ya lo dije en otra entrada de este blog: una de las reglas básicas de la novela es que deben
suceder acontecimientos que transformen a sus personajes.
La “moda”, como tienden a enfatizarla
algunos con desprecio, ha rebasado nuestras fronteras. Si semanas atrás comentaba
La abuela civil española, de la argentina Andrea Stefanoni http://bit.ly/1CSOFZ1, hoy quiero hablar del libro No
llorar, con el que la novelista Lydie Salvayre ha ganado el último Premio Goncourt,
uno de los más prestigiosos de Francia. Ambas ofrecen una mirada diferente: la
del recuerdo destilado por el exilio y la lejanía.
Ciertos escritores
españoles, al tratar el tema, a veces se acartonan por el miedo de que les tilden
de maniqueos. Para evitarlo sólo hay que dejarse llevar por la naturalidad de
los hechos pequeños: una conversación oída en una cafetería basta para bajar
los hermosos ideales a la tierra sangrienta, basta llamar a las cosas por su
nombre: “Facha es una palabra que,
pronunciada con la che española, se arroja como un escupitajo. Los fachas en el
pueblo, que no son muchos, coinciden en
considerar que: NO HAY MEJOR ROJO QUE UN ROJO MUERTO”.
“Ya estamos otra vez con la típica historia de rojos y
fachas” dirán los campeones de la desmemoria. Que
digan lo que quieran. “No llorar” es una buena novela. Y no lo es cuando nos
relata la historia de George Bernanos, el escritor francés que “se declara monárquico, católico y heredero
de las tradiciones” y que, como veremos en una trama paralela de la novela,
se desencanta de su apoyo inicial por los nacionales para describir todo el
horror de sus asesinatos en su obra Los
grandes cementerios bajo la luna. Tampoco es una buena novela cuando nos
suelta, de sopetón y casi sin venir a cuento, todo un contexto histórico que
puede ser desconocido y necesario para un lector francés, pero que nada aporta
en nuestro país. En cambio, es una novela maravillosa cuando se centra en la
visión poderosísima de su propia madre. “Sufre
trastornos de memoria, y la impronta de todos los acontecimientos que vivió
entre la guerra y el momento presente se han borrado para siempre. En cambio
conserva totalmente intactos los recuerdos de aquel verano del 36 en que tuvo
lugar lo imaginable”.
La descripción de lo
inimaginable que hace Lydie Salvayre es un bello ejercicio sobre cómo expresar
sentimientos a través de las imágenes y palabras. Curiosamente las palabras toman
forma en la grandilocuencia, en los “tópicos
efímeros”, en la mente libertaria del hermano de la protagonista: “palabras tan nuevas y audaces que enardecen
su ánimo juvenil. Palabras inmensas, palabras rimbombantes, palabras ardientes,
palabras sublimes, palabras para un mundo que comienza: revolución, libertad,
fraternidad, comunidad, esas palabras que, acentuadas en español en la última
sílaba, suenan como un puñetazo en la cara”.
Sólo alguien que no tiene el
castellano cómo su primera lengua puede darnos un punto de vista como ése. Sólo
alguien que ha escuchado muchas veces una historia maravillosamente contada
puede transmitirla con esa fuerza, con la fuerza de los recuerdos de aquel
verano que perviven en su madre, la fuerza que fue más allá de los grandes
ideales y “la embaucadora propaganda de
los comisarios políticos con acento ruso y gafas redondas” y se manifestó a
través de las imágenes más sencillas, más naturales y, sin duda, las más
poderosas para el recuerdo: “Y todo
cuanto vive, los minúsculos eventos que conforman el tejido ordinario de la
vida, el agua saliendo del grifo, una cerveza fresca en la terraza de un café,
se convierten de pronto en otros tantos prodigios”.
Porque aquel verano del 36 fue
el “tiempo de las grandes frases”, el
de los crímenes más sanguinarios e impunes, el de las esperanzas arruinadas,
pero también el verano de los prodigios que permitieron, a adolescentes como
Montse, la protagonista, escapar de la cerrazón pueblerina y descubrir las
puertas giratorias de los hoteles, los cines gratuitos, las terrazas en las que
podían beber gratis un vaso de agua, los váteres con cisterna y tapa abatible,
las bombillas en las habitaciones y el agua corriente.
Es ahí cuando el lector se
siente atrapado por el personaje, cuando vive con todo detalle su historia, la transformación
necesaria. No ya la de los grandes personajes conocidos de los libros, sino la
de los hombres y mujeres humildes, los que son como nuestra madre o nuestra
abuela o nuestros tíos, los que nos contaron historias similares, los que
apenas pudieron disfrutar de los prodigios para ser arrojados sin piedad a una
vida de horror, guerra y dictadura.
A los campeones de la
desmemoria no les gustará No llorar, pero con esta novela yo he descubierto una
voz nueva. Como ya dije en este blog, hay tres categorías de escritores: los que
cuentan historias, los que te hacen vivirlas y los que te las susurran al oído
porque están tan cerca que describen vivencias inolvidables. Las imágenes que pervivieron en el
recuerdo de la protagonista siguen susurrando en mis oídos.
Esta tarde habrá en el
Institut Français de Barcelona un encuentro con la autora, donde espero seguir
disfrutando de esos susurros.
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