El último día de agosto de 1.978 murió mi abuela María Álvarez López. Como he ido descubriendo años más tarde, su vida fue muy dura y, en algunos momentos, heroica. Llevo meses encerrado en el que posiblemente sea el capítulo 9 de la novela donde ella es la protagonista absoluta, un capítulo que narra su sufrimiento en la cárcel de Málaga y que comienza así...
Las
gotas resbalaban por los cristales como serpientes zigzagueantes. Cambiaban de
dirección según los caprichos del viento y la velocidad, moteando el paisaje
borroso que encuadraba la
ventana del autocar. Los choperales y los secaderos de tabaco se fueron
quedando atrás entre el vaho de la mañana, que difuminaba la ciudad y la vega
donde había vivido la mayoría de sus años. El vehículo, destartalado y pequeño,
trasportaba una docena de mujeres con destino a la Prisión de Málaga. Iban
custodiadas por cuatro guardias y un sargento que perdían la mirada en el cielo
nublado de un viernes de mitad de abril.
La
lluvia, fina, pero constante, diluía los colores en una bruma que se hacía más
grisácea en la parte delantera, donde se enmarcaba el destino y el
limpiaparabrisas se movía con un ruido mecánico, acompasado, que se metía en
los pensamientos. Y los pensamientos nos paraban de hervir en el interior de su
cabeza.
Tras
dos largos años a la espera de la condena en
los que no hubo día en el que no temiera lo peor, la inquietud por una
condena a muerte dejó paso a una negra certidumbre de supervivencia que debía
penar hasta el 22 de febrero de 1952, una fecha que se había grabado en su
memoria como una promesa lejana. Pero antes de llegar a ese purgatorio, debía
continuar su camino por el infierno, un viaje en el que no iban a faltar
demonios dispuestos a hacerle la vida imposible. Y lo que más le dolía en ese
camino no era ya la huida de su marido, sino la separación obligada con sus
hijas.
Tuvieron
que pasar varios meses para que ordenaran el traslado y la burocracia
completara todos los trámites necesarios. La sentencia fue declarada firme
siete semanas después de que fuera pronunciada y aún debieron esperar otras dos
más para que se recibiera el testimonio de la misma, acompañado de la
liquidación de condena. Sólo entonces fue entregada a la Guardia Civil. En su
hoja de conducción, firmada por el subdirector de la cárcel, se hacía constar
que María Álvarez López tenía treinta y cuatro años y vestía traje “del país”.
En
realidad se trataba de un vestido marrón oscuro que le había traído su madre el
día anterior, cuando vino a despedirse con un pequeño petate que también contenía
un poco de ropa interior.
─El
vestido era de tu hermana. Ella misma lo ha arreglado para ti ─le dijo a través
de la reja que las separaba.
María
miraba las manos de su madre, esas manos que tanta ternura le habían dado y que
ni siquiera podía tocar, los dedos secos como sarmientos abandonados, el anillo
de casada que había sido el único lujo que se pudo permitir.
─¿Cómo
están mis hijas? ─fue lo primero que le preguntó angustiada
─Te
mandan muchos besos. La pequeña no para de crecer y no hay manera de que se
esté quieta.
─Tienes
que prometerme una cosa… ─y después de tomar aire le suplicó entre lágrimas─.
No te olvides de decirles cada día lo mucho que las quiero. No pasa un instante que no
las tenga en mis pensamientos.
No
hubo tiempo para más preguntas. La monja que vigilaba la conversación le indicó
con un gesto que se había acabado el tiempo escaso de las palabras.
─Por
fin voy a ir a tu Málaga… ─se despidió con la mirada lenta de los que pretenden
en vano alargar la despedida.
Y
descubrió una vez más vez el sabor salado de las lágrimas.
Un
sabor que le acompañó todo el trayecto. Los ojos del conductor se fijaban de
vez en cuando en el retrovisor para comprobar que todo estaba en su sitio y
asegurarse que estaba siendo un viaje tranquilo. Luego dejaron atrás la vega y
tuvo que centrar la vista en las curvas de la carretera que atravesaba los
montes hasta que divisaron a sus pies los edificios apilados junto al mar. El
sol aparecía tímidamente entre las nubes mientras el autocar comenzaba a
descender por las primeras calles de Málaga.
María
sólo conocía la ciudad a través de los antiguos relatos que su madre le había
contado muchas veces, las historias que siempre brillaban en sus ojos cuando
les hablaba de las playas y las altas palmeras. Antonia sólo vivió cuatro años allí,
los últimos cuatro del siglo anterior, pero siempre guardó un cariño especial por el lugar donde
transcurrieron los momentos más importantes de su infancia. Pese a la nostalgia
ocasionada por la lejanía de su padre, que luchaba en una guerra caribeña y
lejana, aquellos días de amaneceres marinos fueron lo más parecido a la
felicidad. Los juegos en la arena, las espumas que aclaraban el azul de las
aguas al romper cerca de la orilla, las formas de las caracolas que buscaban en
la playa, todas esas vivencias se pegaron con tal fuerza a su memoria, que ya
nunca pudo desprenderse de ellas y, a lo largo de su vida, se encargarían de
evocarle la capital abierta al mar, poseedora de jardines y arriates que fueron
sinónimo de su niñez y la base de los relatos que le gustaba contar a sus
hijos.
Pero
María no vio palmeras, sino un edificio cuadrado de dos plantas, con ventanales
enrejados a ambos lados de la puerta y una minúscula garita incrustada en cada
esquina. La fachada se asomaba al cauce seco de un río por el que era casi
imposible imaginar que bajara agua.
En
cuanto el autocar se detuvo frente a la puerta, el sargento que estaba al
frente del pelotón les indicó con un giro de cabeza que fueran bajando. Del
interior del edificio comenzaron a salir varias monjas de la Congregación de
San Vicente de Paul dispuestas a velar por las nuevas reclusas.
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