La
crisis económica es un túnel demasiado largo. Con el tiempo, me he ido
acostumbrando a comprar pocos libros, muchos menos de los que me gustaría, pero
he regresado a las bibliotecas, esos santuarios que proveyeron mi adolescencia
de historias maravillosas. He vuelto a probar el sabor diferente que tienen los
libros prestados. Hubo un tiempo de bonanza en el que compraba mucho más de lo
que podía leer, novelas ahorradas que han acabado ocupando su espacio en los
años de escasez. Como aquella vieja cartilla donde ingresaba mis pesetas
infantiles, mi modesta biblioteca aguantó el tirón bastantes meses. Luego no
quedó más remedio que pedir prestado, pero, a diferencia de los bancos, las
bibliotecas son generosas.
La
que tengo más cerca agotó los fondos que me interesaban al poco tiempo. Hace
unos meses leí una entrevista de una responsable de bibliotecas de Cataluña que
se quejaba amargamente de la reducción de fondos para la compra de libros y
añadía que los pocos que llegaban del Gobierno de Madrid estaban asignados a la
compra libros en castellano. A la biblioteca del pueblo donde vivo llegan
mayoritariamente libros escritos o traducidos al catalán. Abundan los libros de
esos escritores de segunda que publican sus maniqueos artículos de opinión en
La Vanguardia o el Avui, pero es imposible encontrar a novelistas de Barcelona
como Martínez de Pisón (que, aunque es maño lleva ya tantos años pagando
impuestos en Cataluña que podría pasar por autóctono) o Javier Pérez de Andújar.
Y, por supuesto, las traducciones de Modiano, o de los autores extranjeros que
busco, se reducen al catalán. Cada gobierno usa la lengua como arma e ignora
que la riqueza de este pueblo se basa en que habla -y lee- en dos lenguas y
cada uno lo hace con la que le viene en gana. “Hablamos como respiramos. Los idiomas se mezclan en la calle igual que
en los pulmones el oxigeno se mezcla con la sangre”
Ahora
he descubierto una biblioteca cerca del trabajo que ofrece un mayor interés.
Hace unos días me prestaron Paseos con mi madre. El refrán dice que no hay dos
sin tres y, de nuevo, el tercer libro que leo de Pérez Andújar me ha fascinado.
Hace unos meses hablé en este blog de su novela Los príncipes valientes http://bit.ly/17hIm2u Ahora regresa a través de “Paseos con mi madre”
al territorio de su infancia: San Adrián de Besós. De allí han escapado los
hijos de los emigrantes andaluces, extremeños y su hueco ha sido ocupado por
sudamericanos, chinos, pakistaníes -igualmente desarraigados-, pero siguen,
impertérritas, las tres enormes chimeneas de la central térmica, los bares con
mesas de formica que sirven menús con sabores cada vez más lejanos, una nueva
generación de extrarradio.
En
la época lunática que nos ha tocado vivir, Pérez Andújar se ha vuelto un escritor
necesario. “La libertad es un libro que escribieron nuestros padres para que lo
leyéramos nosotros”. Sus palabras retumban todavía en mis oídos. Entre el rumor
de las consignas de repetición masiva, las ideas sencillas resultan más
reveladoras, especialmente ahora que algunos políticos y medios de comunicación
insisten con saña en conceptos como “estructuras de estado” o “transición
nacional” y jóvenes que no saben lo que es vivir oprimido hablan de “la
opresión de los pueblos”. Conceptos que, al parecer, no dejan vivir a lo que
llaman con pompa “la sociedad civil catalana”, algo que no sé muy bien de qué
se trata, pero que imagino como un ente abstracto, un gigante de un solo ojo y
una sola boca.
Las
historias como las que se cuentan en Paseos con mi madre son necesarias porque pisan
una tierra real, hostil en muchos casos. “La democracia la fueron conquistando
estos hombres y mujeres calle por calle, árbol por árbol”. Describe un tiempo
–que hoy parece muy lejano- en el que lo importante era pelear para que hubiera
ambulatorios, colegios, polideportivos, bibliotecas, en los barrios obreros que
vivían de espaldas a la gran ciudad, encerrados en sus enormes bloques de pisos
con aluminosis.
Durante
años el retrato de la Barcelona oficial se describía en las páginas de La
Vanguardia, tan sutilmente conservador, de una impecable calidad literaria y
hasta periodística. Hoy el retrato de la ciudad posmoderna, que dejó hace
demasiado tiempo de ser olímpica, es mucho más gris, más pueblerino y se dibuja
en los artículos de opinión del Avui o el Ara, los diarios que leen algunos de
mis vecinos de asiento en los vagones del cercanía a los que subo muchas
mañanas, esos que vienen repletos de nacionalistas ultramontanos que bajan que
las comarcas del interior, los que describen en sus conversaciones a los
españoles como si fueran de otro planeta, un pueblo de vagos opresores que sólo
saben robar.
A
esa minoría con ínfulas de ser mayoritaria posiblemente no le interese las
historias que suele contar Javier –un tipo tan enrollado que me permito ya
tutearlo. Llamarlo por su nombre-, pero al niño que fui, al que pegaba patadas
a un balón en los descampados donde la ciudad perdía su nombre, le fascina sus
narraciones, la banda sonora que suena de fondo trae sonidos de Golpes Bajos,
de El último de la fila, de Camarón, de
Enrique Morente, sus historias que hablan de luchas sindicales, de reclamaciones
vecinales, de emigrantes que no se conformaron, de pobres que gritaron bien
alto que no tenían menos derechos que nadie. “En Barcelona se está en el cuarto
de invitados durante un par de generaciones y luego ya se accede al cuarto de
servicio”. A mí la poesía casi punk de sus frases me apasiona: “La Avenida de la Meridiana son veinticuatro
horas de coches ininterrumpidas, un
circuito para conductores con hipoteca“ y tiene un punto de acidez
imprescindible para entender la jungla donde vivimos: “en Barcelona el espacio es un eufemismo con que referirse a la
especulación”
En
la entrada anterior de este blog clasificaba a los novelistas en tres
categorías: los que cuentan historias, lo que te hacen vivirlas y los que te
las susurran al oído porque están tan cerca que describen vivencias
inolvidables. Como algunos de mis escritores favoritos, Pérez Andújar ha venido
para quedarse en la tercera categoría porque yo, que siempre fui “más de Asterix que de Tintín”, disfruto
leyendo sus libros en el traqueteo del vagón de cercanías de la misma forma que
él buscaba “en la calle la poesía que el
ruido de la vida no me deja arrancarle a los libros, y anotando en los márgenes
unas palabras sueltas con la letra temblorosa de los adoquines”.
Mientras
devoro Paseos con mi madre, en el asiento de enfrente un hombre que frisa la
cuarentena lee muy serio el diario Ara. En la portada Artur Mas declara no saber
nada de los fraudes de la familia Pujol.
Hay personajes desconocidos, minúsculos que se agigantan en las novelas, otros,
en cambio, viven, rodeados de focos, en la ficción permanente y no sirven ni
para un micro relato.
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ResponderEliminarAdmiro esta capacidad de síntesis y análisis que despliegas. Sinceramente. Yo me siento incapaz. Enhorabuena.
Supongo que para ti, que vives en el vórtice de uno de los huracanes que asolan este país, la escritura de Pérez de Andújar debe representar un bálsamo y un aliento. Tras leer tu reseña, no me va a costar nada poner su novela en la cola.
Saludos.
:-)
(Yo también fui un niño más de Astérix que de Tintín)
Fco Manuel Espinosa / Sap.
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Gracias por el comentario. Espero que te guste cuando lo leas. A mi lo que me cabrea es que la gente se deje engatusar por ideas vacías como pompas de jabón. Yo me crié en uno de esos barrios en los que la ciudad acaba, rodeada al principio de huertas y luego de descampados. Nuestros padres lucharon por conseguir un polideportivo donde pudiéramos jugar, por mejorar sus condiciones laborales. A mi que no me hablen de ideas abstractas como "estructuras de estado" ymenos si lo hacen envueltos en una bandera y me da igual que bandera escojan para envolverse
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