No
nos damos cuenta del valor de las cosas y de las personas hasta que desaparecen
de nuestras vidas. Es entonces cuando, no queriendo resignarnos a la pérdida,
intentamos recuperarlas a través de los vestigios que nos quedan. La muerte de
Gabriel García Márquez nos privó de nuevas maravillas literarias, su
imaginación desbordada ya no volverá a florecer, pero nos queda el tesoro que
nos testó en sus libros.
En
cuanto se supo la noticia de su fallecimiento creí que había llegado el momento,
tantas veces prometido, de volver a leer la novela más fascinante que pervive
en mi recuerdo de lector: no hay mejor imagen para comenzar una novela que la
del coronel que recuerda, frente al pelotón de fusilamiento, la tarde remota en
que su padre lo llevó a conocer el hielo. Pero el río que fluía entre las casas
de barro y la cañabrava de Macondo bajaba demasiado crecido y a los pocos minutos
acabé ahogado en su desmesura. Siempre hay un tiempo exacto para acercarse de
forma adecuada a una novela y la promesa quedó en un nuevo retraso.
El
calor de los días de julio, el agobio del trabajo y las prisas de los clientes
en recibir antes de las vacaciones esas ofertas tan apremiantes no dejaban
ningún espacio para la lectura. Aún así, conseguí robar alguna hora nocturna o
algún trayecto del vagón del cercanías para picotear algunos de esos
maravillosos Doce cuentos peregrinos que, cómo el maestro nos cuenta en el
prólogo, reescribió de un tirón muchos años más tarde de haberlos perdidos.
Hace unos días estuve a punto de comprar, por un precio minúsculo, un ligero
ejemplar de bolsillo de El coronel no tiene quien le escriba, pero un presagio
me detuvo en el último momento. Horas más tarde encontré en un estante de mi
pequeña biblioteca, otra vieja edición de bolsillo de la editorial Bruguera,
fechada en 1.983. Al pasar las páginas, me sorprendieron las antiguas señales
de las esquinas plegadas que habían dejado la pista de una lectura que no
recordada. ¿Quién las había doblado para recordar donde debía haber continuado
muchos años atrás? Acabé llegando a la conclusión de que no había sido yo: una
novela como ésa no se olvida.
“El coronel destapó el tarro del café
y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón,
vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el
interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas
raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”.
Las primeras frases son una muestra de
lo que nos espera, una novela que narra, de forma mucho más contenida de lo que
cabría esperar de su autor, la historia cotidiana de un anciano que lleva
décadas esperando una carta que debe confirmarle el pago de una pensión
merecida por sus años de servicio a la patria. Y el hecho de que tenga que
apurar el tarro de café no es un detalle baladí, es el primer indicio de la
pobreza y la desesperación del protagonista.
Cuando
me pongo a pensar en la mayoría de esos personajes que García Márquez sabía construir
como nadie, me vienen a la memoria una panda de ancianos memorables. Unos
buscan refugio en una pasión adolescente y virgen, algunos acaban dando cuerpo
a las suyas en el último momento y en mitad del cólera y otros narran la
historia de toda una saga. El coronel, del que ni siquiera llegamos a saber el
nombre, espera un acto de justicia.
En
un entorno donde la asfixia del calor y la persistencia de la lluvia son una
constante, el paso del tiempo se ralentiza y siempre está presente, lo vemos en
el reloj al que el protagonista da cuerda cada día, en los diferentes
mecanismos aparentemente sencillos a través de los que el escritor nos sumerge
en una historia llena de símbolos. Como el gallo de pelea que el coronel se
niega a desprenderse, pese a las desesperadas peticiones de su asmática mujer,
porque es lo único que le queda del hijo muerto, la última esperanza de
dignidad que se resiste a perder y le obliga a ir vendiendo los pocos objetos
que le quedan.
La
historia avanza entre imágenes y silencios, aunque más de silencios habría que
hablar de susurros, de detalles pequeños que aparecen de fondo sólo para
sugerir al oído del lector secretos que volarán por su imaginación: las
campanas que anuncian el toque de queda, los misteriosos papeles que pasan por
las manos del protagonista, los avisos de censura cinematográfica del
sacerdote, las batidas policiales, los indicios borrosos de la riqueza del
compadre don Sebas, el antiguo compañero de ideas que supo ganar donde los
demás perdieron… Y entre las imágenes, más allá de tarro de café vacío de las
primeras frases, me quedo con el rostro acostumbrado a afeitarse al tacto
porque la pobreza le dejó sin espejo mucho tiempo atrás o los botines nuevos a los
que no consigue adaptarse por la falta de costumbre.
Todo
ello dibujado con sencillez, a través de frases cortas, de forma muy diferente
a la desmesura de las novelas que llegarían más tarde, las que escribió para
que sus amigos le quisieran más. Yo, desde luego, siempre caeré rendido a esa
forma tan personal de narrar y me quedo, como lección, con una de sus frases: “Si los libros no salen de las tripas, es
mejor no escribirlos”.
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