18 febrero, 2014

Nada

La memoria es selectiva con algunos libros, pero condena a otros a un recuerdo borroso, apenas una apreciación global, una vaga sensación de agrado. En los últimos meses he ido regresando a algunas de las arrebatadoras lecturas del final de la adolescencia: en la mayoría de ellas quedaba un poso, un sabor conocido que retornaba después de mucho tiempo con sólo leer las páginas iniciales. Nada, la novela de Carmen Laforet ha sido diferente. Desconozco el motivo, pero no guardaba ningún rastro de la primera vez y ha sido un redescubrimiento maravilloso.
Cuando era joven cerraba la última página de un libro que me había gustado y me enfrascaba en el siguiente sin preguntarme por los motivos que habían llevado a enamorarme de una historia. Ahora, conforme avanza la lectura y quizás por esa deformación del aprendiz del escritor, me intereso por el proceso creativo que siguió su autor, por la vida que le rodeaba cuando lo escribió, por las formas que buscó para expresarse.
A veces conviene leer las historias con la fecha en la que fueron escritas para entender toda su grandeza. En enero de 1.944, cuando una joven huérfana de veintidós años comenzó a escribir Nada, España vivía la época más oscura de lo que iba a ser una larga dictadura mientras el mundo se desangraba en otra guerra. La mejor generación había sido destrozada por un conflicto cainita que había obligado a la mayoría al silencio del exilio y, en el peor de los casos, incluso a la muerte. Las voces que habían quedado estaban alejadas de la realidad o sólo estaban dispuestas a contar una mentira imperial de palabrería y artificio.

Dos años más tarde, esa opera prima ganaba la primera edición de un premio que iba a ser clave en el panorama literario de las siguientes décadas: el Nadal. Y hasta Juan Ramón Jiménez rompió su silencio y en un artículo en la Revista Ínsula se preguntó: “¿Cómo puede llamarse Nada un libro que encierra tanto y tan bueno?”

Leída con los ojos de ahora, Nada puede parecer una buena novela, pero es mucho más que eso: supuso un cambio con respecto a lo que se había escrito antes y, sobre todo, un soplo de frescura entre la mediocridad de la dictadura. Como dijo Delibes “La prolijidad, el afán de atar todos los cabos, típica de la novela de anteguerra, no se da aquí: es el primer chispazo de renovación”. Una muestra de lo que Hemingway llamaría la teoría del iceberg, donde destacaba la importancia de los silencios, de lo que no se cuenta y se deja oculto, moldeable por la imaginación del lector.

En la escena inicial, cuando Andrea, la joven protagonista, llega en mitad de la noche a la casa de su abuela con una maleta cargada de libros, dispuesta a iniciar una nueva vida, se encuentra con un reino de penumbras donde todos los personajes guardan un secreto. A partir de ese momento, el lector ve a través de su mirada y trata de descubrir lo que se esconde detrás de una familia destrozada por la guerra: un mundo claustrofóbico y sórdido, lleno de enigmas que invitan a volar por sus páginas, en las que se describe el hambre, la violencia, la amargura de los deseos rotos por una pasado dramático del que apenas se habla, pero siempre está en el ambiente.

Laforet nos cuenta una historia a media voz sin los peajes del estilo, escrita casi a vuelapluma, con la ingenuidad de la juventud. Más tarde su autora confesaría “Comprendo que no tengo la larga paciencia del genio. Al menos, en cuanto al estilo me es imposible corregir un libro. Si alguna página mía suena en un castellano correcto y armonioso, es porque así salió de mi pluma, espontáneamente. Y no protestaría si algún crítico juzga que no hay ninguna con estas cualidades. Aún viendo repeticiones de palabras muy fáciles de sustituir, al leer una galeradas, es raro que las corrija, porque, preocupada por la idea general del libro, las olvido. Lo que a mí, como novelista, me preocupa en mis libros, lo que soy capaz de destruir enteramente y volver”.

La voz narradora de Andrea guarda proximidad con la de su autora que ahonda en otra innovación: mostrarnos los personajes sin emitir juicios y dejarlos al albedrío de los lectores. “Cuando yo escribí la novela tenía muchas impresiones acumuladas en soledad y una instintiva sabiduría: la de darme cuenta que si era cierto que yo podía ver y sentir ciertas cosas que aceptaba o rechazaba mi sensibilidad, no tenía experiencia para juzgarlas. Por este motivo puse el relato en boca de una jovencilla que es casi una sombra que cuenta.”

Una jovencilla en la que había bastante de la propia Laforet: “Recuerdo que, a mis veintitrés años, cuando me decían que Nada, mi primera novela, era un libro autobiográfico, me sentía ofendida en mi egolatría de creadora. Estaba bien segura de que, buena o mala, aquella novela era una fabulación de personajes y de ambientes de los que había expurgado mi particular intimidad”

Es en ese punto: la recreación de los personajes y los ambientes, donde esta obra alcanza una envergadura impropia del bautismo literario de una joven. Por el tenebroso piso de la calle Aribau comienzan a moverse un coro de personajes –otro factor novedoso en ese momento- que se van perfilando despacio: la abuela que prefiere aislarse en su demencia senil de una realidad que no quiere entender, la tía Angustias que ejerce de madrastra egoísta y malvada, el tío Juan que canaliza todas sus frustraciones en las palizas con las que castiga a su mujer Gloria, una pobre ingenua que arrastra varios enigmas, aunque quizás ninguno tan grande como el que esconde el tío Román, cuya su sensibilidad quedó trucada en una mezquindad amarga.

Y frente a ese purgatorio de almas derrotadas, Andrea conoce el mundo de la universidad, el de las familias que quieren capitalizar la victoria, el de los aburridos cachorros de la burguesía que sueñan con ser artistas, el paisaje de la ciudad natal cambiado por la posguerra. “Al regresar a ella, recién terminada la guerra civil, Barcelona tuvo para mí la magia de la primera gran ciudad que pisaban mis zapatos vagabundos. No desbarataba en absoluto la impresión mágica el que Barcelona presentase entonces las cicatrices de la guerra reciente y que el hambre fuese una realidad como la del aire suave, mediterráneo, de sus calles.”



Algunos compararon, por proximidad en el tiempo, Nada con La familia de Pascual Duarte de Cela, pero la trayectoria de ambos no pudo ser más diferente. Mientras el novelista gallego fue un recaudador de premios y fama, un tremendista que supo explotar su propio personaje, Carmen Laforet nunca logró superar el peso de su primera novela. Los biógrafos la dibujan como una mujer depresiva, adicta a las pastillas adelgazantes, de reprimidos deseos lésbicos; una madre de cinco hijos, que se hundió aún más en el abismo tras la separación de su marido; una escritora insegura para la que el proceso creativo se convirtió en una tortura, que siempre encontraba inmadurez y defectos en sus obras, pese a la admiración y los ánimos de algunos colegas como Ramón J. Sender, con quien mantuvo una relación epistolar en la que me gustaría profundizar.

No puedo imaginar nada peor para un escritor que el miedo a las palabras: la grafofobia que, según cuentan, le llevó a ni siquiera poder firmar cheques. A los 65 años intentó trazar palotes en el cuaderno de su nieta en un desesperado intento de escribir.

El azar del destino ha hecho coincidir mi relectura de Nada con el décimo aniversario de la muerte de su autora, que se produjo el 28 de febrero de 2004. Era una octogenaria que llevaba años sin pronunciar una sola palabra.


Sus lectores tenemos la fortuna de poder seguir leyéndolas y admirándolas.

13 febrero, 2014

Casa con dos puertas mala es de guardar

Mi infancia tenía la forma de una pequeña calle empedrada, una calle doblada por dos esquinas en la que apenas vivían otros niños, lo cual acentuaba mi melancolía de hijo único y alargaba los días entre el aburrimiento y la soledad. Recuerdo las tardes eternas de principios de verano, cuando mataba el tiempo observando las oleadas que las golondrinas dibujaban en el cielo. Mi casa hacía esquina, tenía dos plantas y una puerta enorme con dos ventanas y postigos. No tenía timbre, sino un picaporte con la forma de la mano de Fátima. Podía reconocer quien había llamado con sólo oír la cadencia y el número de golpes: mi tío Fali siempre daba tres golpes, el tercero mucho más espaciado de los que le precedían.

Durante un tiempo mi memoria la guardó con las dimensiones mentirosas de la mirada de un niño y cuando, unos años más tarde regresé a ella, todo me pareció mucho más pequeño de cómo yo lo recordaba: la enorme escalera se había convertido en una veintena de escalones y el recibidor donde jugaba con mis soldados e indios de plástico en un espacio de pocos metros.

Mi casa se la tragó el pasado, se la comieron las máquinas hace ya mucho tiempo en una de esas incomprensibles actuaciones urbanísticas, cuyo resultado no mejora el paisaje y lo vuelve más impersonal. No guardo ninguna fotografía, apenas primeros planos de retratos en los que permanece como un decorado difuso, el escenario fragmentado de mi infancia. Hace unas semanas, a raíz de un comentario en una red social, Toñi Villatoro, a quien no conocía hasta ese momento, me hizo un regalo maravilloso: dos fotografías de la calle Dos Hermanas, donde se ven los dos planos que giraban en mi esquina.

La inspiración, como el recuerdo, es una chispa que se despierta de improviso y que prende en décimas de segundo cuando menos se la espera. La fotografía era de los cincuenta, dos décadas antes de que yo viviera allí, pero casi todo estaba igual como yo lo recordaba: el duro empedrado del suelo, la tapia desconchada que derribarían años más tarde para levantar en su lugar una desvencijada pared de planchas metálicas que marcaba los límites del solar descampado. El viejo carro que aparece en la imagen es de otra época: en su lugar yo recuerdo el Simca Mil celeste de mi padre.



La segunda fotografía gira la esquina y en ella se ve, en primer término a la izquierda, la ventana enrejada del comedor justo encima, en la primera planta, de otra que se abría a mi vieja habitación. Lo que me sorprendió fue descubrir una puerta un par de metros más adelante, donde estaba la cocina, una puerta que yo nunca había visto, aunque recuerdo el vano de la pared levantada donde teníamos el hornillo y la abertura que había más arriba, un minúsculo residuo de aquella entrada que yo nunca conocí, por el que salían los humos y los olores de  los guisos y se colaba el frío de las noches de invierno.



Y fue entonces cuando, del lugar más escondido de la memoria, cobró forma un recuerdo: una conversación que mi madre mantenía con una mujer borrosa, cuyo rostro no logro acordarme porque era un retal del olvido, una charla con alguna visita en mitad de mis juegos. En ella le decía, con un tono cercano al susurro, que antiguamente la vivienda había tenido dos puertas porque había sido un burdel y, como ya se sabe que casa con dos puertas mala es de guardar, esa dualidad era aprovechada por aquellos que debían huir en momentos comprometidos. Como si fuera un sueño vaporoso, el recuerdo fue tomando cuerpo y, aunque estaba seguro de que no formaba parte de mi imaginación, le pregunté a mi padre. Me respondió que cuando se fueron a vivir allí su tío abuelo Pacurrito le dijo que, mucho tiempo antes, la vivienda había sido “una casa de tratos”. No pude sino sonreír al escuchar la expresión.

Así, en aquella habitación de techos altos donde estuvo mi cuna y luego un sofá cama que escondía un segundo colchón para quien viniera, el cuarto en el que le perdí el miedo a la oscuridad y dormí las noches de mis primeros años, había sido el escenario de pasiones desatadas y furtivas donde las profesionales del placer saciaron deseos muy antiguos. El hogar por donde gateé y di mis primeros pasos había sido testigo de encuentros carnales, de juegos entre cuerpos desnudos, quizás de algunos secretos inconfesables.

Como somos conscientes de que los lugares permanecen y sus habitantes siempre están de paso, a menudo nos produce interés el pasado. Habitamos lugares por donde antes transitaron otros y vivieron sus vidas muy diferentes o muy parecidas a las nuestras, y tuvieron sentimientos, momentos de alegría y de soledad, que no sabríamos comprender o que nos resultarían muy próximos. Durante casi cuatro décadas ese pequeño comentario de mi madre había permanecido en el limbo. El recuerdo de un edificio que no existe estaba ligado a la infancia, pero ese habría sido my diferente para otras personas.

A los ocho años, cuando murió mi abuela María, nos fuimos a vivir al barrio de Martiricos, pero mis padres continuaron pagando el alquiler exiguo, de renta antigua, de la vieja vivienda de la calle Dos Hermanas durante mucho tiempo. Más tarde, cuando ya llevaba mucho tiempo lejos, viviendo en Cataluña, en una de mis visitas me enteré que habían derribado la casa. Un trozo del pasado había desaparecido para siempre.


¿Qué historias encerraban aquellas paredes? ¿Qué secretos guardaban?  Más allá de mis juegos infantiles, el tiempo esconde historias de las que ya no quedan testigos que puedan contarlas, historias pequeñas, humanas, esas que me gusta narrar a veces por aquí, aunque no siempre tenga el talento y la paciencia para encontrar las palabras y las ideas adecuadas.

12 febrero, 2014

El barrio de mi infancia

A los dieciocho años abandoné la ciudad en la que nací y nunca he vuelto a vivir en ella. Desde entonces he estado empadronado en Barcelona, en Sant Cugat –en tres momentos diferentes-, en Terrassa, en Madrid y ahora en un pueblo minúsculo que duerme a la falda de un Parque Natural a media hora de Barcelona. Las sucesivas mudanzas siempre me dejaron el aire despistado del que acaba de llegar y no conoce el espacio que habita y me vacunaron contra el nacionalismo egoísta y paleto que se extiende, como una mancha de aceite pringoso, por todos los pueblos de nuestra península.

Ahora que se han puesto de moda los patriotas –no hay palabra que me provoque más repelús porque en nombre de la patria y la religión se han provocado las mayores carnicerías de la historia- creo, cada vez con más firmeza, que la única patria es una que no existe: la que se perdió en los recuerdos mentirosos de la infancia.

Una y otra vez volvemos a ella buscando lo que no encontramos por el camino, pero la memoria es traicionera y casi siempre acaba idealizando lo que vamos dejando atrás, otorgándole una magia que convive con una realidad medio inventada.

Yo siempre que me recuerdo de niño, me veo muy pequeño, perdido en unas dimensiones irreales y desproporcionadas que luego decepcionan al confrontarse con la verdad, pero, a pesar de todo ello, es imposible olvidar el paisaje de los primeros años porque nos marcan para siempre. Una prueba de ello es el papel que encontraron en el bolsillo del abrigo de Antonio Machado a su muerte, un verso maravilloso, el último que había escrito: “Esos días azules y ese sol de la infancia”.

Hace unas semanas encontré en una red social dos foros sobre fotografías antiguas de Málaga que han significado para mí un delicioso viaje al pasado, despertando recuerdos que dormían en el último cajón del olvido, aquel donde guardamos las emociones más antiguas. A veces, en el fondo de esos cajones encontramos objetos inesperados que regresan para despertar nuestra memoria, para viajar incluso a un pasado más antiguo al nuestro, el que pertenece al mundo de nuestros padres y hasta de nuestros abuelos. Gracias a esas fotografías he visto paisajes que ni siquiera conocí, otros que ya son muy diferentes a cómo yo los recuerdo e incluso algunos que dejaron de existir hace tiempo.

Así, un viejo tranvía circula junto al mercado de mi barrio por unas calles casi vacías que se dibujan mucho más amplias. Quizás en el aquella época no estaría aún la tienda de hielo ni la barbería donde me cortaba el pelo. Ahora vamos a las peluquerías o incluso, los más cursis del lenguaje, a los salones de belleza unisex, pero cuando yo era niño la peluquería era territorio exclusivo de las mujeres, con aquellos secadores tan aparatosos en los que introducían las cabezas para hacer las permanentes. Como todos los hombres, yo iba a la barbería, aunque no tuviera ni un solo pelo en la barba y, ya por entonces, casi nadie acudía a ellas a afeitarse. No obstante, yo aún recuerdo fascinado la primera vez que vi rasurar a navaja: los movimientos expertos y rápidos del antebrazo con los que el barbero afilaba la hoja, frotándola sobre la superficie reseca de cuero; la espuma, blanca y abundante, que aplicaba con una enorme brocha de pelo; la ceremonia de los masajes faciales y el olor varonil de la loción Barón Dandy. Desde entonces siempre me quedé con las ganas de que un día me afeitaran en una barbería, una sensación que sigo sin haber conocido.



Los tranvías desaparecieron muchos años antes de que yo naciera y, como mucho, recuerdo algún raíl olvidado, medio tapado por el asfalto. Hoy que los más jóvenes sólo conocen los teléfonos móviles y algunos incluso no han visto una cabina, sorprende ver a los hombres que, como si estuvieran colgados del cielo, tiraban los cables telefónicos por el Puente de Armiñan.



O  ver aquellos vehículos que circulaban por un puente más estrecho que el actual a principios de los años setenta.



Lo que recuerdo como si fuera ayer es el recorrido que había desde mi casa hasta la de mi abuela Dolores, el lugar donde comenzaba la calle Cauce, dejando a la derecha la Cuesta de Capuchinos.  Había que dejar atrás la antigua fábrica de conservas –ya hablaré de ella en otro momento- y el local pequeño y alargado donde Modesto alquilaba los tebeos y las novelas del oeste. Modesto andaba encorvado y tenía una mirada que a mí me parecía hosca, iba casi siempre con un pantalón, una americana y una boina casi tan oscuros y sucios como el local. A mi madre no le gustaba que cogiera sus tebeos, pero mi abuelo Rafael solía pasar cada semana a cambiar algunas de aquellas viejas novelas del oeste que escribían a destajo Marcial Lafuente Estefanía o algunos de los maravillosos escritores a los que la dictadura hostil y gris no había perdonado su pasado republicano.



Más adelante estaba El Garaje, el bar donde mi abuelo pasaba largas horas jugando al dominó. Recuerdo la barra que se alargaba a la derecha desde la entrada y el grupo de mesas, siempre llenas de hombres cansados que arrastraban sus primeros años de vejez barajando las fichas blancas y negras. Aún recuerdo el tacto suave que tenían la primera vez que mi abuelo me dejó, delante de sus compañeros de juego, removerlas o el frescor duce de la primera naranjada a la que me invitó el viejo anarquista de enorme corazón.
La calle Cauce -mis abuelas vivían en el número 43 donde se conocieron, como vecinos, mis padres- rezumaba por entonces vida. En aquellos corralones de viviendas, formadas en la mayoría de ocasiones por una sola sala donde se apilaban familias enteras, la vida se hacía en el patio común y, sobre todo, en la calle. El concepto de vecindad era mucho más profundo que los buenos días del ascensor y las aburridas reuniones de junta que hoy se estilan por las “comunidades”.



Cuando, de regreso de casa de mi abuela, volvía a enfilar la calle Parras tras girar la esquina donde estaba la animada cafetería MariPepe, se marcaba una línea de tristeza. Ya entonces estaba sucia y desolada y, por desgracia, la imagen apenas ha cambiado. En eso el pasado sigue siendo reconocible. Lo que nunca le perdonaré a los diferentes Consistorios que han desfilado en todo este tiempo y especialmente a los últimos de mayorías absolutas del Partido Popular, es el grado de deterioro al que han abandonado algunas callejas tan cercanas al llamado Centro Histórico. Parece que al alcalde siempre le han interesado más los adornos y las guirnaldas con las que engalanan de feria las calles más céntricas o esos horribles artefactos arquitectónicos, de puertas gigantescas y postizos campanarios de yeso, en los que ha convertido las Casas de las Hermandades de Semana Santa. La última vez que vi la calle Parras estaba muy sucia y escalonada por solares fantasmales, llenos de escombros de edificios derruidos.



Unos metros más adelante estaba la minúscula calle Dos Hermanas, donde estaba mi casa, pero esa es una historia que merece su espacio propio.