Los sucesos pequeños se
pierden en la vorágine de los días que no se detienen. Hace ya más de una
semana el blog alcanzó las cincuenta mil visitas. Cincuenta mil miradas que me
animan a seguir escribiendo. Una novela es una larga maratón que requiere de
mucha resistencia, pero cada vez que publico una entrada aquí traspaso una pequeña
meta, una victoria insignificante que me empuja a seguir avanzando. Tardé
quince meses en alcanzar las cinco mil visitas. Ahora esa cifra la alcanzo en
menos de dos. El que busque en google “novela guerra civil española” encontrará
que la primera referencia que aparece le lleva a mi blog. Sólo esa entrada ya
acumula más de ocho mil visitas. Nadie escribe con la intención de que sus
textos de duerman en el cajón del olvido, por eso, que haya gente que se
interese por lo que escribo es motivo de orgullo, también de agradecimiento.
Por ello dejo aquí el inicio
del capítulo 7 de mi novela, ése que llevo más de un año tratando de escribir y
al que ya sólo le faltan unas pocas páginas.
Hay mañanas en las que es mejor no levantase de la cama, días marcados en
un almanaque invisible que vienen dispuestos a cambiarnos la vida para siempre.
Y cuando aparecen, sólo traen malos presagios que tardan muy poco en hacerse
realidad. Aquel martes de enero de mil novecientos treinta y siete despertó muy
frío, con un cielo inhóspito que anunciaba nieve, pero la nieve aún tardaría
varios días en aparecer. No había suficiente quietud, ese silencio antiguo que
anticipa la nevada. El sol se hacía de rogar; por mucho que, desde la navidad,
competía con las noches y les iba limando poco a poco su espacio.
A Ángeles le gustaba ver esa lucha: cada amanecer llegaba unos segundos
más temprano. Cuando se espera hay tiempo para fijarse en esos detalles y, como
cada mañana, aguardaba en el Puente del Palo a los amigos que le acompañarían
buena parte del camino a pie hasta el trabajo. El viento del amanecer le mordía
las orejas. Era un viento afilado que le calaba el vestido negro; descendía inoportuno
de las nieves de la sierra para abofetearle el rostro aún adormilado cuando
decidió subirse las solapas del abrigo, abrocharse hasta el último botón y
armarse de paciencia. La escarcha blanqueaba los campos de la vega y un frío desagradable
hacía más incómoda la espera.
La jornada iba a ser dura. En esa época del año, tras la recogida de las
hojas de tabaco, en la fábrica las cigarreras trabajaban sin descanso para
ganarse el jornal. Era demasiado pronto para que circulara el tranvía, pero eso
no tenía ninguna importancia: el dinero no hubiera alcanzado para pagar el
billete. La cita formaba parte de su rutina. Ese día, en cambio, la tardanza
era extraña. Empezaba a ponerse nerviosa cuando vio a un hombre muy alto que
venía de la ciudad. El vaho entrecortado que salía de su boca indicaba la
rapidez de sus pasos. Estaba asfixiado, pero nada más reconocerla se le acercó
a toda prisa.
−¡Ángeles tienes que esconderte! ¡No vayas a Granada! Un grupo de
falangistas os espera en
la ribera de Genil –le dijo mientras tomaba aliento−. Paran a todo el mundo
–continuó con la voz entrecortada−; detienen
a los que les da la gana y los suben a un camión.
El miedo nubló la cara de la muchacha. El luto no podía esconder la
expresividad de sus ojos. Mientras, el hombre trataba de recuperar el resuello.
−¡Vete chiquilla! ¡No puedes quedarte aquí! Corres mucho peligro.
Acuérdate de lo que le pasó a tu hermano.
La muerte de Paco le borró la sonrisa contagiosa que siempre le había
acompañado y acentuó el carácter rebelde de sus dieciséis años.
−Roque está al mando del grupo y ya sabes las ganas que os tiene a los Mitaíllas.
¡Corre!
Ángeles no sabía dónde esconderse. Temía regresar a su casa. Era muy
probable que, después de detener a todos los que pillaran en el camino a
Granada, se acercaran a Uriana a terminar la cacería. Tampoco sabía nada de sus
compañeros.
−¡No te preocupes, mujer! Ya me encargo yo de avisar a todos los que
encuentre. ¡Tú tienes que quitarte de en medio ahora mismo!
Sin tiempo para pensar, se internó en un maizal cercano. Las altas cañas improvisaron el escondite. Estaban resecas y
amarillentas. Nadie había trabajado la parcela durante los últimos meses. El cuerpo del propietario apareció con un tiro en la
cabeza en las primeras semanas de la guerra, pero las plantas siguieron
creciendo, llegó el otoño y quedaron abandonadas sin que nadie se preocupara de
recoger la cosecha. Se levantaban como fantasmas
inesperados en mitad del invierno. Escondida entre ellas, Ángeles
recordaba cómo la preocupación, que nació durante los
primeros días con el alzamiento de los militares, se fue extendiendo a medida
que aumentaron las detenciones, los cadáveres que aparecían abandonados en los
caminos, siempre en una postura imposible. Algunos, con los ojos aún abiertos,
conservaban el miedo de la última mirada; otros, replegados sobre sí mismos
junto a un charco de sangre seca, sólo eran un bulto de ropa. Desde el
asesinato de Paco, toda su familia había sobrevivido con el miedo a que
cualquier vecino les señalara, a convertirse en uno de esos cuerpos sin vida y
se encerraron en una casa invadida por la tristeza.
En recuerdo de Ángeles, de Paco, de María ... de todos los personajes de la historia más maravillosa que me han contado
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