14 diciembre, 2011

La última mitaílla


Ayer me llamaron para decirme que la tía Trini había muerto. Yo la recuerdo ahora, cuando era niño y acompañaba a mi madre a visitarla. “La visita del médico” la calificaba ella en cada casa tratando de justificar su brevedad. En aquellos viajes esporádicos a Granada había que repartir los pocos días entre una familia “muy larga”. Entonces la vega aún cubría de campos la distancia que había entre la ciudad y Churriana. Esos mismos terrenos son hoy una extensión más de edificios y viviendas adosadas.
Desconozco el motivo, pero el viejo caserón era siempre la última parada del desfile que nos llevaba por los hogares de los diferentes tíos y primos y, por tanto, la más breve. Mis ojos me engañaban con el tamaño de la casa en la que mis bisabuelos José y Antonia habían criado a sus ocho hijos. El frío secador de tabaco, donde los manojos de hojas colgaban del techo del primer piso gracias a un entramado de sogas, o el patio que había en la parte trasera de la planta baja, le conferían una sensación de amplitud y de misterio que no eran reales. Allí vivían Antonia, la mayor de los hermanos, con Trini, la más pequeña. La primogénita tenía tanto carácter que no hubo quien lo aguantara y se quedó soltera, pese a los muchos pretendientes que la rondaron. Compartió soledades y manías con la benjamina, que fue atrapada por la locura desde muy joven. Entre ambas mediaban diecinueve años, pero no lo parecía. Cuando entrábamos por la puerta, siempre abierta, que conducía al patio y las encontrábamos allí, renegando una de la otra, yo las veía igual de mayores. En mis primeras visitas, aquellas dos ancianas desconocidas me producían algo de miedo. Con el tiempo descubrí que detrás de su aspecto había dos mujeres que parecían hoscas, pero que guardaban ternura. Antonia te abrazaba y te daba besos de esa forma tan exagerada que sólo tienen las tías abuelas de acompañarlos con sonidos de labios.
Contaban que Trini en su juventud había tenido actos de ira y que, para sujetarla, era necesaria la fuerza de varios hombres. Sólo obedecía a su hermano Pepe que era el que mejor sabía “manejarla”. Sobre ella había anécdotas curiosas: le gustaba beber cerveza en una época remota de mi infancia en la que las mujeres no hacían esas cosas. También aquella mañana de locura de hacía muchos años, cuando su madre no se bastaba para hacerla entrar en razón y en uno de esos ataques se puso dar golpes, incluso a una imagen del Cristo del Paño, que tanto veneraba la bisabuela, no sin antes mirar a la imagen y decirle “¡Maricón! Tú tienes la culpa de todo”.
Los orígenes de su locura fueron un misterio. Yo oí diferentes versiones al respecto. Unos apuntaban a los sufrimientos que la guerra ocasionó en la familia, otros que, durante esa época, presenció muertes que le afectaron a sus sentimientos, algunos explicaban que todo venía de más antiguo, cuando un joven que le gustaba se suicidó arrojándose al tranvía.
En mi familia siempre le encontraban explicaciones extrañas a las cosas que no sabían comprender. Así, como en las novelas de realismo mágico de García Márquez, mi madre no abandonó la clausura del convento por culpa de sus depresiones, sino porque una bicha le picó en un pie y le provocó una disipela que la puso enferma de los nervios. Y los problemas de columna de la tía Encarna venían motivados porque de niña se cayó de lo alto de un caballo que, encabritado, se asustó por el ruido de una ola. Y al primo Ernesto le dio un aire de chico. Detrás de esas explicaciones se escondía una enorme ternura y cariño por todos ellos.
Ternura era lo que me inspiraba Trini en las visitas posteriores, cuando me fui haciendo mayor para entender su estado. Ella tenía esa mirada apacible que sólo tienen los locos, ese eterno cariño infantil que sorprendía por la simpleza de sus respuestas. Al hablarle, ella ratificaba siempre lo que le estaban diciendo “Eso es. Eso es” solía decir mientras afirmaba con el gesto de la cabeza. Reconozco que sólo la vi una docena de veces en mi vida y ya no recuerdo la última, quizás hace más de eso más de dos décadas. Cuando pienso que su hermano Paco murió en el año 36, fusilado por los falangistas frente a la tapia del cementerio o que mi abuela María nos dejó en el 78 y que Pepe, Concha, Antonia y Feliciana lo hicieron hace años, su existencia se convertía en simbólica, lejana, sobre todo después de que Ángeles falleciera hace ahora unos meses.
No obstante, las historias que me contaban sobre la familia, las que forman parte de la trama de la novela que escribo, siempre me provocaron un extraño sentimiento de pertenencia a algo que, en el fondo, estaba muy lejano por la geografía y el tiempo. Cuando comencé a investigar y a escribir sobre aquellas historias, ese sentimiento volvió fortalecido. En una reciente comida con primos y tíos dije con vehemencia algo sobre luego he reflexionado con más tranquilidad: “Desconozco el motivo porque es inexplicable y no tiene sentido, pero nunca renunciamos ni a la tierra ni a la sangre”. El entorno geográfico y familiar marcan nuestra infancia y nos acompañan, nos guste o no, encerrados en una semilla a lo largo de los años. Ese extraño sentido de pertenencia aún se me escapa cuando bromeo con mi hija de seis años sobre su carácter fuerte, pero dulce y el pelo rubio y suave que caracteriza a muchas de las mujeres mitaíllas.
Ayer murió a los 87 años la última mitaílla de la segunda generación, pero somos ya más de un centenar los descendientes de José y de Antonia y, aunque algunos apenas nos conocemos y otros no nos vemos desde hace mucho tiempo, todos tenemos una historia común y la tía Trini forma parte de ella. Descanse en paz.




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