Ayer me
llamaron para decirme que la tía Trini había muerto. Yo la recuerdo ahora, cuando
era niño y acompañaba a mi madre a visitarla. “La visita del médico” la
calificaba ella en cada casa tratando de justificar su brevedad. En aquellos
viajes esporádicos a Granada había que repartir los pocos días entre una familia
“muy larga”. Entonces la vega aún cubría de campos la distancia que había entre
la ciudad y Churriana. Esos mismos terrenos son hoy una extensión más de
edificios y viviendas adosadas.
Desconozco el motivo, pero el
viejo caserón era siempre la última parada del desfile que nos llevaba por los hogares de los diferentes tíos y primos y, por tanto, la más breve. Mis ojos me
engañaban con el tamaño de la casa en la que mis bisabuelos José y Antonia
habían criado a sus ocho hijos. El frío secador de tabaco, donde los manojos de
hojas colgaban del techo del primer piso gracias a un entramado de sogas, o el
patio que había en la parte trasera de la planta baja, le conferían una
sensación de amplitud y de misterio que no eran reales. Allí vivían Antonia, la
mayor de los hermanos, con Trini, la más pequeña. La primogénita tenía tanto
carácter que no hubo quien lo aguantara y se quedó soltera, pese a los muchos
pretendientes que la rondaron. Compartió soledades y manías con la benjamina, que
fue atrapada por la locura desde muy joven. Entre ambas mediaban diecinueve
años, pero no lo parecía. Cuando entrábamos por la puerta, siempre abierta, que
conducía al patio y las encontrábamos allí, renegando una de la otra, yo las
veía igual de mayores. En mis primeras visitas, aquellas dos ancianas
desconocidas me producían algo de miedo. Con el tiempo descubrí que detrás de
su aspecto había dos mujeres que parecían hoscas, pero que guardaban ternura.
Antonia te abrazaba y te daba besos de esa forma tan exagerada que sólo tienen
las tías abuelas de acompañarlos con sonidos de labios.
Contaban que Trini en su
juventud había tenido actos de ira y que, para sujetarla, era necesaria la
fuerza de varios hombres. Sólo obedecía a su hermano Pepe que era el que mejor
sabía “manejarla”. Sobre ella había anécdotas curiosas: le gustaba beber
cerveza en una época remota de mi infancia en la que las mujeres no hacían esas
cosas. También aquella mañana de locura de hacía muchos años, cuando su madre
no se bastaba para hacerla entrar en razón y en uno de esos ataques se puso dar
golpes, incluso a una imagen del Cristo del Paño, que tanto veneraba la
bisabuela, no sin antes mirar a la imagen y decirle “¡Maricón! Tú tienes la
culpa de todo”.
Los orígenes de su locura fueron
un misterio. Yo oí diferentes versiones al respecto. Unos apuntaban a los
sufrimientos que la guerra ocasionó en la familia, otros que, durante esa
época, presenció muertes que le afectaron a sus sentimientos, algunos
explicaban que todo venía de más antiguo, cuando un joven que le gustaba se
suicidó arrojándose al tranvía.
En mi familia siempre le
encontraban explicaciones extrañas a las cosas que no sabían comprender. Así,
como en las novelas de realismo mágico de García Márquez, mi madre no abandonó
la clausura del convento por culpa de sus depresiones, sino porque una bicha le
picó en un pie y le provocó una disipela que la puso enferma de los nervios. Y
los problemas de columna de la tía Encarna venían motivados porque de niña se
cayó de lo alto de un caballo que, encabritado, se asustó por el ruido de una
ola. Y al primo Ernesto le dio un aire de chico. Detrás de esas explicaciones
se escondía una enorme ternura y cariño por todos ellos.
Ternura
era lo que me inspiraba Trini en las visitas posteriores, cuando me fui haciendo
mayor para entender su estado. Ella tenía esa mirada apacible que sólo tienen
los locos, ese eterno cariño infantil que sorprendía por la simpleza de sus
respuestas. Al hablarle, ella ratificaba siempre lo que le estaban diciendo “Eso
es. Eso es” solía decir mientras afirmaba con el gesto de la cabeza. Reconozco
que sólo la vi una docena de veces en mi vida y ya no recuerdo la última,
quizás hace más de eso más de dos décadas. Cuando pienso que su hermano Paco
murió en el año 36, fusilado por los falangistas frente a la tapia del
cementerio o que mi abuela María nos dejó en el 78 y que Pepe, Concha, Antonia
y Feliciana lo hicieron hace años, su existencia se convertía en simbólica,
lejana, sobre todo después de que Ángeles falleciera hace ahora unos meses.
No
obstante, las historias que me contaban sobre la familia, las que forman parte
de la trama de la novela que escribo, siempre me provocaron un extraño
sentimiento de pertenencia a algo que, en el fondo, estaba muy lejano por la
geografía y el tiempo. Cuando comencé a investigar y a escribir sobre aquellas
historias, ese sentimiento volvió fortalecido. En una reciente comida con primos
y tíos dije con vehemencia algo sobre luego he reflexionado con más
tranquilidad: “Desconozco el motivo porque es inexplicable y no tiene sentido,
pero nunca renunciamos ni a la tierra ni a la sangre”. El entorno geográfico y familiar
marcan nuestra infancia y nos acompañan, nos guste o no, encerrados en una
semilla a lo largo de los años. Ese extraño sentido de pertenencia aún se me
escapa cuando bromeo con mi hija de seis años sobre su carácter fuerte, pero
dulce y el pelo rubio y suave que caracteriza a muchas de las mujeres mitaíllas.
Ayer murió a los 87 años la última mitaílla de la segunda generación, pero somos ya más de un
centenar los descendientes de José y de Antonia y, aunque algunos apenas nos
conocemos y otros no nos vemos desde hace mucho tiempo, todos tenemos una
historia común y la tía Trini forma parte de ella. Descanse en paz.
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