28 febrero, 2011

Le debes carta al sur, como la historia

Le debes carta al sur, como la historia. Luis García Montero. Diario Cómplice.

El 4 de Diciembre de 1.977 las calles de toda Andalucía se llenaron de banderas blancas y verdes para reclamar la autonomía. Cansados de la indolencia mostrada durante siglos por nuestros líderes, de ser el vagón de cola de España y de Europa, de que el peso de las armas o de los derechos históricos de otros pasaran por encima de la voluntad de nuestro pueblo, dos millones de andaluces tomamos las calles para decir bien alto que no éramos una región de segunda. Yo era entonces un niño de apenas nueve años, pero aún recuerdo aquel día. Mi padre no quiso que, por mi edad, participáramos directamente en la manifestación, pero acudimos a las aceras para ver como nuestros paisanos, por una vez, levantaban la voz, para solidarizarnos con ellos y formar parte de aquella sociedad democrática que empezaba a perder el miedo.



Lo que yo vi era una fiesta, decenas de miles de personas pidiendo libertad, reformas, infraestructuras… pero en otra parte de la ciudad se presagiaba el drama. En el edificio de la Diputación Provincial, fuertemente custodiado por los antidisturbios de la Policía Armada y por militantes de extrema derecha, sólo ondeaba la bandera nacional. El Presidente de la Diputación se negó izar en el mástil la bandera blanca y verde. Un manifestante escaló la fachada para subsanarlo. Empezaron los enfrentamientos, las cargas salvajes, los botes de humo, las balas de goma y aquella fiesta acabó teñida de luto. Aún hoy se desconoce quién apretó el gatillo, pero un joven de comisiones obreras, José Manuel García Caparrós, de sólo diecinueve años, nunca regresó a su casa. Fue abatido por aquellos que no querían que el país se abriera al futuro. Durante las horas posteriores, se sucedieron las carreras delante de los grises, que yo pude ver confortablemente desde las ventanas del balcón de mi casa en el centro de Málaga, mientras mi madre me pedía que me alejara de aquellos cristales. La cara de mi padre había cambiado por completo, la ilusión de sólo unas horas antes había mudado en una preocupación callada.


Tres años más tarde, el 28 de Febrero de 1.980, el pueblo andaluz acudió a las urnas para refrendar con un 87% el referéndum de autonomía, que todas las calles de Andalucía habían reclamado aquella mañana del 4 de diciembre. La Constitución Española establecía dos vías para la descentralización del Estado y el Gobierno de la UCD pretendía que la vía rápida, la que establecía el artículo 151, sólo fuera utilizada por el País Vasco y Catalunya, en base a sus llamados derechos históricos. El referéndum que forzamos los andaluces fue el primer y el único que se planteó. Luego la descentralización acabó aplicándose con igualdad al resto de regiones, en lo que algunos engreídos muy molestos calificaron como “café para todos”. Ese término sigue siendo utilizado por algunos que se autocalifican como conductores de locomotoras imaginarias, exhaustas, según ellos, por la pesada carga de los viejos vagones.

Pero la aprobación de aquel referéndum no fue tarea fácil. La presencia de publicidad fue muy limitada, porque, de manera inexplicable, se prohibió la propaganda a favor del voto afirmativo en todos los medios de comunicación del estado. La UCD, en el gobierno, y Alianza Popular, luego refundada en el PP, pidieron el voto negativo. Ese fue un error que aún hoy, más de treinta años después, siguen pagando, aunque algunos hayan olvidado como el actual alcalde de Málaga Francisco de la Torre, actualmente en el PP y entonces diputado de la UCD hiciera unas extensas declaraciones a la agencia EFE en contra de la autonomía andaluza. A pesar de todas las dificultades y del negro augurio de los sondeos, los partidos de izquierdas consiguieron movilizar a la sociedad andaluza, que veía en la votación una oportunidad histórica única para que la región alcanzara el desarrollo económico que eliminara la discriminación y el atraso histórico de siglos de abandono.


A partir de ese día, el 28 de febrero se convirtió en el Día de Andalucía. Recuerdo que, con ese motivo, cada año se celebraba un festival en mi instituto, en el que los alumnos preparábamos actuaciones musicales, teatrales y se recitaban poemas. La fiesta acababa con buena parte del auditorio en pie, cantando primero el Libertad sin Ira de Jarcha y luego el Himno de Andalucía, mientras unos pocos gritaban Vivas a España y a Franco.

Han pasado más de tres décadas de aquellos hechos. Somos muchos los que hemos perdido bastantes de aquellas ilusiones por el camino. Cada vez se oyen voces que quieren revisar la descentralización del viejo estado que se inició entonces. Algunas administraciones locales y regionales han dilapidado durante décadas el dinero de todos, algunas veces en proyectos faraónicos que ocasionaban comisiones que acababan en oscuros bolsillos. Los análisis fríos que algunos hacen de la situación actual de Andalucía encuentran más sombras que luces. Pero a mí me enorgullece que el gobierno de mi región siempre esté al frente de las políticas sociales más innovadoras de Europa y en estas tres décadas Andalucía ha cambiado mucho, también para mejor.


Por todo ello, hoy que muchos olvidaron el algún cajón los motivos de la celebración, yo quiero recordar aquellos festivales, donde la ilusión de la minoría de edad nos hacía cantar aquel himno de una tierra que, más allá de los nacionalismos exclusivos, quiere afirmar la libertad para todos porque, como bien dice la letra, “Sean por Andalucía libre, España y la Humanidad”


Acabo de vez por vez primera este video que me ha emocionado mucho porque explica muy bien el sentimiento de aquel día través de la mirada de un gran andaluz Javier Pérez Royo:


A aquellos que se empeñan a identificar los tópicos de españolismo con Andalucía les iría ver bien este video sobre la transición en Andalucía


Y sobre aquella manifestación del 4 de diciembre


28 de Febrero. Día de Andalucía. Aquí seguimos, pese a todo

23 febrero, 2011

El 23 de Febrero de 1.942. Inicio de un drama

El 23 de febrero de 1.942 un delator informó a la Guardia Civil sobre un golpe que estaba previsto para esa noche. Las autoridades de Granada habían dado la orden de atajar a toda costa la creciente resistencia antifranquista, que durante los últimos meses había ido realizando cada vez acciones más audaces. De forma inmediata, la 108ª Comandancia Rural desplegó sus efectivos para tenderles una emboscada a los rojos que habían huido a la sierra después de la guerra. Una horas más tarde, un segundo soplo les confesó donde vivían los familiares que les deban cobijo. Durante esa madrugada se desarrolló el drama. Mi abuelo José pudo huir a la carrera de la primera emboscada, pero mi abuela María acabaría siendo detenida, un día más tarde, como consecuencia indirecta de la segunda. A la mañana siguiente, el teniente de ingenieros que estaba de guardia recibió la orden de instruir la causa. Así es como se inicia esa escena en mi novela…

El teniente de ingenieros malgastaba las lentas horas de la guardia recordando el sabor de los churros que tanto le gustaban. Hojeaba los legajos con el aburrimiento tenaz de los que ya lo han intentado todo para que el tiempo corra más deprisa. Ni siquiera el café cargado, que humeaba sobre su mesa entre el desorden de los papeles, le despertaba de la modorra de esa hora de la mañana, en la que las manecillas del reloj circular, que colgaba de la pared, pasaban pocos minutos de las nueve. Nunca le había gustado el café ardiendo, por mucho que el frío de la pequeña sala sin brasero, donde tenía su sede el negociado primero tercera, invitara a las bebidas calientes. Así, mientras esperaba que se enfriara un poco, volvía a releer el periódico del domingo, las noticias gastadas tras el lunes sin prensa por el descanso semanal. Durante las primeras horas del amanecer había estudiado ya decenas de veces la foto de la portada, los brazos cruzados de Hitler, su gesto concentrado, analizando el mapa situado sobre la mesa, sin atender apenas a las indicaciones de los mariscales que le rodean en su cuartel general, que le explican las operaciones en el frente ruso, el avance en aquella cruzada contra el comunismo de la que también participaban los soldados de la gloriosa División Azul, los heroicos voluntarios que llenaban España de orgullo con la valentía de sus acciones. Sus dedos habían vuelto a pasar las páginas arrugadas del diario, alternando las crónicas bélicas que describían el avance japonés en el Pacífico con las deportivas. Se relamía con la cháchara jocosa sobre el posible descenso del Barcelona a la segunda división y los rumores de que Samitier les iba a entrenar después de la temporada que había estado jugando en Francia. Con la imaginación trataba de situar en el mapa lugares remotos de nombres extraños como Batavia o Rangún, donde, según narraba el artículo, los japoneses atacaban con coraje. Fue entonces cuando el timbrazo seco del teléfono negro consiguió lo que no había logrado el café: sacarle de sus pensamientos. Al otro lado del aparato estaba el secretario del General Jefe de la Veintitresava División del Estado Mayor advirtiéndole que estuviera preparado para abrir, con la mayor urgencia, una causa contra los rojos huidos a la sierra. Le informaba que la Guardia Civil había tendido dos emboscadas durante la madrugada. De la primera habían podido escapar, pero en la segunda se habían producido varios muertos, de cuyos cadáveres debería hacerse cargo y también un detenido al que tendría que interrogar en el Hospital San Juan de Dios, donde lo habían internado malherido. Le explicaba que estaba a punto de recibir un telegrama donde le confirmarían la orden que le estaba anticipando. Vendría acompañada por un atestado firmado por el capitán al mando de las operaciones y en el que podría conocer más detalles de los hechos ocurridos. En ese momento, el teniente dejó la pluma sobre la superficie gris de la mesa y removió el azúcar del fondo de vaso pequeño, que no tuvo tiempo de acercar a los labios. El secretario acabó la conferencia recordándole que debía actuar con la máxima rapidez, pues las diligencias seguían abiertas con el objetivo de detener no sólo a los huidos, sino a todos aquellos que les daban cobijo. Nada más colgar, salió hasta colocarse bajo el dintel de la puerta sin hojas que le separaba de la sala contigua, donde dormitaba el soldado de infantería que le acompañaba en la guardia y con la voz seca, que siempre utilizaba para dar las órdenes, le dijo…

Esa madrugada era martes. Los lunes no había periódicos. La última edición impresa del ABC que podría estar al inicio de esa mañana sobre la mesa del teniente era la del domingo anterior. En la foto que ocupaba la portada de ese día aparecía Hitler, en el pie de de la mismas se explicaba “la visita del mariscal Antonescu al Führer en su cuartel general, donde estudiaron las operaciones sobre el mapa”. Es la foto de arriba, aunque no he podido encontrar el encuadre final, en ésta no se ve la mesa donde está el mapa que mira el dictador.

Cuando leí el expediente del proceso sumario que iniciaron contra mi abuela y una decena de personas, me sorprendió la frialdad con la que se narraban los hechos. Desde esa frialdad del instructor, todo lo sucedido me parecía aún más terrible. Y ésa es una de las perspectivas desde la que pretendo narrar el drama.

Justo ahora hace 69 años de aquella madrugada que quedaría para siempre en la memoria de mi madre, el momento en el los acontecimientos se desbordaron y cambiaron la vida de mi abuela. Por mucho que lo intente, su sufrimiento no cabrá en las páginas de un libro, el miedo que ellas sintieron, el que vivieron centenares de miles de personas durante aquella guerra y los años más negros que la siguieron necesitaría de miles de libros para ser contado, pero siento la obligación moral de intentarlo. Las palabras no permitirán el olvido.

21 febrero, 2011

1942. El año en el que el Barça estuvo a punto de bajar a segunda

En varios artículos de este blog he tratado de reflejar el trágico contexto histórico del año 1.942, en el que mi abuela fue detenida. En aquel momento, el nazismo parecía invencible y avanzaba en todos los frentes, sin que, ni siquiera la entrada de los estadounidenses en la guerra mundial, pareciera que pudiera cambiar el curso de la conflagración que arrasaba el mundo. En España se vivían los años más negros de la postguerra. Todas las puertas se cerraban para los derrotados en aquel país que trataba de sobrevivir entre los escombros. En aquel paisaje de desolación sólo los afines al régimen podían enriquecerse con la lenta reconstrucción de una sociedad que carecía de todas las libertades y que pasaba mucha hambre, mientras unos pocos se llenaban los bolsillos y la boca con el estraperlo. Obviamente, los periódicos de aquel tiempo no reflejan esta situación, sino la mentira oficial que propagaba el franquismo. Nada de eso me sorprendió cuando la investigación histórica para mi novela me llevó a las noticias publicadas en febrero del 42. Lo que sí consiguió despertar mi sorpresa fue algo que, durante los últimos años, me ha resultado cotidiano: la crítica furibunda de la caverna mediática antibarcelonista.
Los comentarios partidistas, casi incendiarios, que tan frecuentemente podemos oír y leer en una parte cada vez más importante de los medios de comunicación de Madrid, no son nada nuevo. En los diarios de febrero de 1.942 podemos encontrar artículos con el tono que hoy firmarían algunos periodistas de AS, Marca o que oímos en las tertulias vocingleras, de tasca barata, de Intereconomía. En ese momento el Barça, después de perder en casa con el Athletic de Bilbao, ocupaba la penúltima posición con cinco partidos ganados, dos empatados y dieciséis perdidos. En la edición del domingo 22, el ABC publicó una breve crónica deportiva que titulaba “cháchara de actualidad” con el siguiente contenido: “Apareció ya el clásico rumor. Se dice que la Liga se ampliará a dieciséis clubs. Y que por una vez no habrá descenso automático. Los dos últimos clasificados jugarán partido de promoción. Esto es lo que se rumorea. Porque resultaría tan lamentable que un club tan antiguo y glorioso como el Barcelona se relegue a la segunda división. […] Se dice que en Inglaterra cayeron a segunda división el West Ham, el Aston Vila y el Huddersfield y no pasó “ná”. Así es que si aquí baja el Barcelona… todo lo más que puede pasar es que se rompan las redes, porque el pez… es gordo. […] José Samitier ha estado una temporada bastante crecidita jugando en Francia, en el Sette. Ahora se encuentra paseando por Las Ramblas. Y se dice que va a entrenar al Barcelona. ¡A buena hora!” Es fácil distinguir en ella el poco rigor periodístico del rumor no contrastado, del “se dice” y el tono castizo y jocoso con el que se describe la situación del equipo odiado.
También el Barça había salido derrotado de la guerra civil. A las pocas semanas del estallido de la contienda, su Presidente, Josep Suñol, fue fusilado sin juicio por soldados franquistas cuando su coche se despistó en el frente del Guadarrama y cruzó las líneas enemigas. La sede del club fue alcanzada por los bombardeos de la aviación nacional en el treinta y ocho y los futbolistas realizaron una gira por México y Estados Unidos mientras se combatía en nuestro país. Tras la victoria de Franco, algunos jugadores barcelonistas emprendieron el camino del exilio y jugaron en la liga francesa. De hecho, en la temporada del cuarenta y dos algunos de los integrantes del equipo, habían retornado después de cumplir un año de sanción por jugar en Francia. Los vencedores habían obligado a cambiar el nombre del club, españolizando los términos anglófilos y del escudo había desaparecido la bandera catalana. Era las imposiciones de un régimen que no simpatizaba con un club que, durante la guerra, se había posicionado a favor de las ideas republicanas y catalanistas.


En la temporada del 42 no se acabaron produciendo los falsos rumores del artículo del ABC y bajaron dos equipos a segunda división. El Barça, en su temporada más negra, estuvo a punto de hacerlo, pero finalmente consiguió remontar en la tabla clasificatoria, salvándose de los temidos puestos del descenso en el último encuentro. No obstante, tuvo que jugar en Madrid un partido de promoción para mantener la categoría. Su rival, el Murcia, se adelantó en el marcador en el minuto veintidós, gracias a un golpe franco al borde del área. Sólo cuatro minutos más tarde empataba Martín con un soberbio chut que entró por el ángulo de la escuadra después de driblar a dos jugadores. Fue el héroe del partido con cuatro goles. La tarde, extremadamente calurosa, acabó con la victoria del Barça por 5 a 1. Una semana antes, el equipo había ganado la Copa del Generalísimo tras imponerse por 4 a 3 al Athletic de Bilbao.

El portero de Murcia en un lance del partido
Hace apenas unas semanas, cuando el F.C. Barcelona superó el record histórico de victorias conseguido por aquel lejano Real Madrid de Di Stéfano, los artículos periodísticos realzaban la figura de otro extraordinario jugador de origen argentino, Leo Messi. Recordaban cómo el franquismo anuló el fichaje de la saeta rubia por el Barça de la postguerra, obligando a que jugara en el club blanco, que se convirtió en el único éxito internacional del fascismo. Nunca sabremos qué habría pasado si Di Stéfano hubiera jugado con la camiseta blaugrana, como tampoco sabremos qué hubiera ocurrido si, en aquel año negro del cuarenta y dos, el equipo de mis amores (con permiso de mi Málaga) hubiera descendido al infierno de segunda. Ahora prefiero pensar en esas jugadas imposibles de Messi que tanto siguen fastidiando a los de siempre.

08 febrero, 2011

El reino de las sombras solitarias.

Madrugada del 8 de febrero de 1.937. Dos hombres extranjeros conversan sentados en una terraza. Ahora sus abrigos les protegen de la brisa fresca de la noche, pero el día amaneció radiante. Ha sido una de esas mañanas malagueñas que se disfrazan de primavera en pleno invierno. A pesar de ello, nunca un domingo de carnaval fue tan triste. Charlan mientras observan una línea de luces brillantes que se dibuja en las colinas cercanas. Como si fueran una guirnalda eléctrica de una fiesta, los destellos que tintinean son producidos por los vehículos de un ejército enemigo. Sus soldados están a la espera de que llegue la claridad del alba para entrar en unas calles que ahora se encuentran en la oscuridad más profunda. No funciona la electricidad y tampoco el suministro telefónico. Fueron cortados hace horas. La última línea cablegráfica fue destruida hace tres días. Desde aquella hermosa casa los dos extranjeros contemplan la ciudad tranquila, callada. Villa Lucía es una isla de paz en mitad del desastre. Ha sido la única que ha podido mantener cierto esplendor en esa zona residencial, donde las mansiones vecinas, abandonadas precipitadamente por sus dueños en los primeros días de la guerra, parecen fantasmas de lo que fueron. Los jardines y las pérgolas han ido creciendo sin cuidado. Los dos extranjeros no están acostumbrados a ese silencio inquietante. Los días previos han sido muy intensos. Se habían acostumbrado al ruido de los bombardeos, a la agitación de los frentes cada vez más cercanos y amenazantes, a los ruidos nerviosos de aquella masa de gente desesperada que, esa misma mañana, había iniciado la huida. Por ello, ahora están nerviosos, viviendo ese entreacto que sólo presagia más sufrimiento, observando desde la distancia las avenidas vacías que se han convertido en el reino de las sombras solitarias.

Discuten. El anciano, un británico con pinta de intelectual de ateneo, tiene setenta y tres años. Ha sido el único hombre al que los milicianos le han permitido el uso de la corbata, ese signo burgués erradicado del paisaje durante los últimos meses. Los anarquistas le guardan una pequeña gratitud, sus cartas al Times de Londres fueron las únicas que defendieron a la República. El joven es un militante antifascista, un espía húngaro de treinta y dos años. Disfrazado de periodista, ha trabajado en los últimos meses, tratando de demostrar la importante ayuda militar que Hitler y Mussolini le están prestando a Franco, sin la que hubiera sido imposible el golpe de estado que inició la guerra hace ya más de medio año. En todo ese tiempo los parlamentos occidentales han tratado de mantener la equidistancia entre una democracia, elegida por el pueblo, y lo que es el principio de una autoritaria dictadura militar.

Sir Peter, el anciano, le explica al joven los motivos por los que se niega a abandonar la ciudad. Todos los cónsules extranjeros lo han hecho y piensa que debe quedar algún testigo con el objetivo de tratar de impedir, o al menos de reducir, la matanza que se va a producir en cuanto las tropas entren. Se queja por el hecho de que, desde el inicio de la guerra, no ha habido nadie para relatar la masacre que han cometido las tropas nacionales en todas las ciudades tomadas. El británico es un hombre ya muy mayor, un antiguo zoólogo que ha vivido mucho y cree que su vida no corre peligro. No entiende porque el húngaro no se ha marchado. Le ha aconsejado que huya, consciente del riesgo al que se enfrenta. Arthur, el espía, le responde que toda su existencia ha sido una huída. Ha tenido que abandonar ya de demasiados lugares, su Budapest natal, la Palestina donde no encontró su paraíso judío, la Unión Soviética donde no floreció su ideal comunista del mundo, también el Madrid que sólo tres meses antes estaba a punto de caer en manos enemigas, la capital abandonada por su gobierno. Recuerda como marchó sin valentía en el enorme automóvil negro de un antiguo ministro, pero la capital no cayó. Fue defendida por el pueblo y él no estuvo allí para verlo. Ahora no está dispuesto a seguir huyendo, aunque eso ponga en peligro su vida. La última excusa, la de que un joven no puede abandonar a un hombre de su edad en esas circunstancias, ha sido la más dolorosa para el anciano.

Lola, la criada, se acerca con la intención cambiar las velas e interrumpe brevemente la conversación. Trae unas cucharadas de mermelada de frambuesa. Trata de poner un poco de dulzura en mitad de la inquietud. Se mueve ceremoniosamente, como si representara un papel en una tragedia griega. Ahora sus ojos no están enrojecidos y húmedos, así estaban cuando sirvió la cena unas horas antes, la bandeja de plata repujada que contenía las cuatro escuálidas sardinas asadas, cuando vertía en las copas el líquido dorado de la última botella de vino. El silencio es duro. Arthur recuerda las imágenes de las últimas veinticuatro horas que no puede borrar de su mente.


Puede verse a sí mismo, como el personaje de una historia casi irreal, cuando se despidió de Gerda, la periodista polaca, y le dijo que iba a regresar a la ciudad de la que estaban huyendo, cuando le dictó la última crónica para el News Chronicle, el periódico que le había servido de tapadera en los últimos meses: “Málaga perdida. Koestler se queda”. Recuerda la carretera estaba repleta de decenas de miles de personas que huían en la dirección contraria que, en ese momento, a él probablemente le acercaba a su destino con la muerte. Por la ciudad deambulaban los últimos milicianos. Ya no tenían porte de soldados, sólo parecían fardos de ropa sucia que perdían el tiempo liando cigarrillos a la espera de sus verdugos. Estaban abatidos, cansados de haberse enfrentado sin apenas armas contra los tanques enemigos. Recuerda la bandera ondeando sobre los tejados blancos de la casa de Sir Peter, mientras sus manos sentían el pan seco y las dos botellas de coñac que llevaba en los bolsillos, el único tesoro que había podido rescatar de entre las ruinas. Desde allí el viento suave de la noche traía el retumbe de los cañones, el resplandor escarlata que se encendía hacia el este, sobre la carretera por la que muchos trataban de agarrarse a la vida. Fue en ese momento cuando quiso regresar a su hotel con la intención de recoger sus cosas, algo de comida y un revólver. Sir Peter trató de impedírselo, sugiriéndole que contra un ejército nada podría hacer una solitaria arma, pero le dejó marchar cuando escuchó su respuesta, la que ahora su mente vuelve a pronunciar como si lo hiciera a través de la boca de otro hombre, la que anunciaba que ese revólver serviría para suicidarse en el caso de que lo capturaran.


Sir Peter Chalmers Mitchell

Por sus recuerdos también pasa ahora el cielo azul y despejado con el que amaneció el día, los pardillos y los gorriones que poblaban los árboles y la brisa que subía desde el mar haciendo ondear la bandera. Después de todo, el sueño de la noche no había sido tan malo. Mejor que el tazón de café sin cafeína y gachas de avena del desayuno, el que tomaron temprano, antes de que empezara el bombardeo de las nueve. Los españoles mi siquiera madrugan cuando hacen la guerra. Esa mañana, a la segunda cucharada, aparecieron tres buques de guerra en el horizonte y la angustia hizo imposible seguir comiendo. Los barcos se acercaron con rapidez, enfilaron su proa hacia el puerto a todo vapor. Sin aviso previo, todo estalló. Era imposible que en el mundo pudiera hacerse tanto ruido. Los cañones abrieron sus fauces y los rojos fogonazos caían sobre el verde aterciopelado de las montañas. El humo ascendía arremolinándose con una lentitud detenida mientras los tañidos de las campanas expandían el pánico. Por el oeste llegaba el enemigo y el fragor de la batalla iba creciendo. Los aviones descargaron bombas, las ametralladoras completaban el coro. Un monoplano blanco descendió en picado lanzando ráfagas. Una hora más tarde se hizo el silencio. Arthur recuerda que en ese momento fue cuando decidió bajar a la ciudad. Necesitaba saber lo que estaba pasando. Sir Peter le acompañó un trecho del arroyo, mientras estuvieron a cubierto, pero en cuanto sonaron dos disparos se vieron obligados a regresar. Una docena de aviones, en formación de tres, apareció en el cielo. Parecían una cuña de gansos. Esta vez no se produjo el ruido ensordecedor de las explosiones. Miles de octavillas caían lentas, trayendo el mensaje del general Queipo de Llano. Anunciaba que un círculo de fuego ahogaría en breves horas a cualquiera que ofreciera resistencia. Entonces sonaron a lo lejos los disparos inútiles de los fusiles que apuntaban a los aeroplanos con rabia.

Al llegar a la casa, la criada les contó que habían venido unos anarquistas con la intención de requisar el automóvil. Lo necesitaban para poder trasladar heridos al hospital, pero como el zoólogo no estaba y le guardaban mucho respeto, decidieron marcharse sin el vehículo. A la hora del almuerzo regresó el ruido de los cañones. Comieron la mayoría de las pocas provisiones que les quedaban y se fueron al estudio. Sir Peter quería leer y él pretendía escribir. En lugar de eso, no cesaron de hablar. No entendían porque los mandos militares habían abandonado Málaga sin defensa. El anciano trató de tranquilizarle. Era un invitado en su casa que no tenía nada que temer. Estaban bajo la bandera británica, la misma que ondeaba junto a la puerta. Arthur no pudo sonreír al pensar sobre la flema de los británicos. Sabía que Union Jack con las gastadas aspas rojas, azules y blancas no iba a detener al enemigo. Al final no pudo continuar oyendo el silencio y decidió bajar a la ciudad en búsqueda de noticias. Lo que ha visto esa noche ha sido un baile de fantasmas que algún día, aún no lo sabe, describirá en un libro.

Todas esas imágenes no paran de dar vueltas en su cabeza. Un golpe de brisa le trae de nuevo al presente, mientras ve cómo sir Peter sube hacia su habitación. Al rato vuelve a bajar. Entonces observa tu traje blanco de alpaca. Trae con él dos pequeños estuches metálicos. Se los muestra. Cada uno contiene una jeringa hipodérmica, con una aguja de recambio y un tubo de comprimidos de morfina. Le explica cómo tiene que desinfectar la aguja, cómo tiene que inyectarse el líquido que llegado el momento necesario pondrá punto y final al sufrimiento. Luego las horas van pasando de la ginebra al vermú y a las conversaciones filosóficas sobre la libertad y la vida, sin oír los sonidos inquietantes que trae la amanecida. Los licores alargan el tiempo como un narcótico dulce, producen ese esnobismo inconsciente de los que sienten que ya todo está perdido menos la dignidad. Al fondo, sobre el mástil sigue ondeando la bandera. No es muy gloriosa. Tiene los bordes deshilachados, cuelga al viento sin forma y está en un estado lamentable. En el bolsillo una jeringa está dispuesta.


Arthur Koestler
Ambos fueron detenidos en cuanto las tropas entraron en la ciudad. Al anciano Chalmers Mitchell, le escoltaron hasta un hotel, donde lo retuvieron durante horas. Finalmente, debido a su nacionalidad británica, le deportaron hacia Gibraltar. Antes, las autoridades franquistas le hicieron firmar un documento por el que se comprometía a no regresar al país y no revelar los detalles de su detención. Chalmers Mitchell no estaba dispuesto a vivir bajo una dictadura militar, pero tampoco a callar lo que ha había visto. Pocos meses más tarde publicaba “My house in Málaga”, en la que describía sus vivencias en la ciudad. El libro nunca ha sido traducido al castellano. Antes de tomar el barco que le llevaría a Gibraltar, el viejo zoólogo le pidió a un amigo un último favor. Éste se encargó de llevarle dinero a su criada Lola. Su jefe quería que nada le faltara en esos momentos tan difíciles. Arthur Koestler estuvo en la prisión durante semanas esperando su ejecución. Una fuerte campaña internacional obligó a Franco a ponerle en libertad. Las condiciones fueron las que ya le habían hecho firmar Chalmers Mitchell. Al igual que su amigo, nunca quiso volver a España y también incumplió la segunda. Su libro Diálogo con la muerte narra sus experiencias en nuestro país. El texto que he tenido el atrevimiento de escribir bebe directamente de las fuentes de las obras de los dos personajes. No obstante, hay un momento que no he podido narrar: la última noche en la que Koestler camina por Málaga de regreso a la casa de su amigo. Su relato narra la fantasmagoría del momento:

Todavía es tiempo de irse. Está oscureciendo, y las sombras flácidas y suaves de la noche andaluza caen con rapidez. No hay electricidad, no hay tranvías, ni policías en las esquinas, Sólo la oscuridad y el estertor de una ciudad estrangulada: un disparo, un grito embriagado, un gemido en una calle más allá. Milicianos que pasan corriendo, sin saber dónde ir, como dementes. Mujeres con mantillas negras que revolotean como murciélagos en las sombras de las casas. Por alguna parte el ruido de un cristal roto, el parabrisas de un coche. […] La ciudad ya no tiene servicios públicos; sus huesos se han suavizado, sus nervios, sus tendones, sus músculos se descomponen, el complejo organismo ha degenerado en una medusa amorfa. ¿Qué es la agonía de un individuo comparada con la agonía de una ciudad? La muerte es un proceso biológico natural, pero aquí un organismo social, los cimientos de la propia civilización se dislocan.[…] Un ejército de invasores extranjeros acampa detrás de las colinas, recuperando fuerzas para mañana, ocupar estas calles e inundarlas con la sangre de personas cuya lengua no comprende, con quienes no tiene pleitos pendientes, y cuya existencia ayer le era tan desconocida como indiferente le será mañana su muerte. Aún es, probablemente, hora de huir. La casa de Sir Peter se encuentra en una colina a ochocientos metros de la ciudad. Cruzo por campos oscuros, me pierdo. […] Sir Peter está sentado ante el escritorio a la luz de una lámpara de petróleo, aparentemente inconsciente de lo que sucede fuera - perfecta imagen victoriana en medio del diluvio apocalíptico-. Me siento un poco como Job; además, tengo remordimientos porque llego tarde para cenar y mi ropa está sucia, en el camino hubo otro ataque aéreo y tuve que arrastrarme por los surcos de labranza

Sir Peter Charmers Mitchell y Arthur Koestler sobrevivieron a aquellas horas y pudieron contarlo. Tras la caída de Málaga, las fuerzas de Franco bombardearon a los que huían por la carretera hacia Almería, la mayoría de ellos eran mujeres, ancianos y niños. Nunca se contabilizaron los cadáveres. Se calcula que unas cinco mil personas perdieron la vida en aquellas cunetas. En cuanto las tropas nacionales entraron en la ciudad, se inició la represión. Sólo en la primera semana se produjeron más de 3.500 fusilamientos. Hace ahora un año se exhumaron en el cementerio de Málaga los cuerpos de la mayor fosa común de Europa (si exceptuamos los crímenes del nazismo). Allí fueron a parar la mayoría de los ajusticiados por Franco. Entre los cadáveres también se encontraban los restos de de 349 niños menores de doce años. La represión continuó durante décadas.

La palabra es un arma contra el olvido. Mientras se recuerde la historia su enseñanza permanece.

Madrugada 8 de febrero. Setenta y cuatro años después de aquella infamia.

07 febrero, 2011

Las vidas verdaderas

A finales de su vida, Stefan Zweig quiso escribir El mundo de ayer, un libro en el que volcó el exceso de sentimientos vividos. Había sufrido dos guerras mundiales, el exilio y el dolor de un continente que se sumía en los totalitarismos más oscuros. Como él mismo explicaba, demasiados acontecimientos para una generación. No obstante, no quiso marcharse sin dejarnos su testimonio directo frente a la barbarie.

El libro comienza describiendo la seguridad que se vivía en los países europeos durante los primeros años del siglo XX. En aquella edad de oro, la estabilidad política trajo prosperidad económica, los nuevos inventos mejoraron las condiciones de vida de la gente y los principios democráticos iban extendiéndose por el continente. La llegada de los automóviles, del alumbrado eléctrico de las calles, el teléfono, los derechos parlamentarios prometían una existencia mejor para aquellos europeos de principios de siglo. La juventud de Zweig es reflejo de ello. Era un escritor famoso, muy leído en su país y también en el extranjero. De origen judío, formaba parte de la burguesía vienesa, de aquella sociedad culta y refinada, capaz de apreciar el mínimo detalle de una ópera, de una sinfonía, que disfrutaba de sus intelectuales, sus músicos, sus escritores. Aquel sueño no iba a durar demasiado.

El verano de 1.914 era exuberante y tranquilo en la pequeña ciudad de Baden cuando llegó la noticia del atentado cometido en Sarajevo contra el príncipe heredero. Nadie podía reparar en el terror que le deparaba el futuro, el que nosotros conocemos hoy a través de los libros de historia, pero, a finales de aquel mes de julio, la mayoría de las personas pensaban en disfrutar de los días de vacaciones, de la paz que estaba ya saltando por los aires. El escritor marchó a un balneario belga, ajeno a la situación que ocurría, incrédulo ante la posibilidad de que la muerte de un príncipe altivo, que no era querido por su pueblo, pudiera desembocar en la masacre que se estaba preparando. En su regreso a Bélgica, su tren quedó detenido en mitad de ninguna parte. Desde la ventanilla pudo ver los interminables vagones que transportaban cañones con destino a la batalla. El ejército alemán estaba a punto de atacar Francia. A su llegada Viena, las paredes, llenas de carteles, anunciaban la movilización general. Él mismo se sorprendió cuando quedó impresionado ante el efecto que le produjeron los soldados que desfilaban marciales entre las masas eufóricas. Para su desgracia, tuvo que vivir una segunda guerra que incendiaría, décadas más tarde, la Europa que tanto amaba. Después de la crueldad de la primera, esta vez los soldados marcharon al frente en silencio, sus familias, sus pueblos no los despidieron con la euforia sino con el miedo. Ahora ya conocían el horror que les esperaba.

Y sin embargo Europa estuvo ciega frente al auge del nazismo. “Obedecido a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época. Por esa razón no recuerdo cuando oí por primera vez el nombre de Adolf Hitler, ese nombre que ya desde años nos vemos a recordar o pronunciar en relación a cualquier cosa cas cada segundo” escribió. Su ceguera se aclaró muy pronto, la de los líderes occidentales duró demasiado. La descripción que hace del ascenso del nacionalsocialismo es turbadora. Las camisas pardas tomaron las calles y sus habitantes miraron hacia otro lado, los emblemas de la cruz gamada fueron apareciendo en cada vez más mangas de los abrigos, sin que nadie hiciera lo necesario para evitarlo. Las juventudes hitlerianas comenzaron a quemar libros prohibidos, entre ellos los de Zweig, que guardó con cariño un ejemplar uno suyo que un estudiante salvó de la quema en el último instante.

Pocos imaginaban que en una sociedad tan elitista como la alemana, un personaje como Hitler, que procedía de las clases populares y que no había pasado por la universidad, alcanzaría el poder más absoluto. Desde la vecina Austria, Zweig comenzó a sentir con inquietud lo que sucedía al otro lado de la frontera y cuando vio que sus amigos de la infancia dejaron de saludarle, por sus orígenes judíos, tomó la decisión de marcharse a Londres. Pocos meses más tarde, la enfermedad de su madre le hizo regresar a Viena, justo en el momento en el que los nazis tomaban las calles, arrebatándoles por la fuerza el poder a los socialdemócratas. Cuatro días después, la policía apareció en su casa con la misión de realizar un registro. Fue entonces cuando dejó de vivir en su patria y se marchó con destino a Inglaterra. Los peores augurios empezaban a ser una realidad insoportable, los judíos veían sus bienes confiscados, eran desalojados de sus hogares, obligados a abandonar sus trabajos.

Vivió seis años en Gran Bretaña y desde allí emprendió viajes que le llevaron a dar conferencias por los Estados Unidos y Sudamérica. En el verano de 1.936 su barco debía hacer escala en Vigo. Transcurrían las primeras semanas de la Guerra Civil. La ciudad había sido tomada por los franquistas y él volvió a contemplar la misma escena que ya conocía, los jóvenes campesinos que entraban inocentes en el ayuntamiento y salían uniformados, adiestrados para la violencia. “Era una voluntad de imponer la fuerza que, con una técnica nueva y más sutil, quería extender por nuestra infausta Europa la vieja barbarie de la guerra. […] Y en aquel momento en que vi como instigadores ocultos proveían de armas a aquellos muchachos jóvenes e inocentes y los lanzaban contra muchachos jóvenes e inocentes de su propia patria, tuve el presentimiento de lo que nos esperaba, de lo que amenazaba a Europa”

Más tarde, ya de vuelta a Londres, mientras Inglaterra aceptaba la invasión alemana de Austria, quiso regresar a su país por última vez con la intención de estar con su madre. El país había cambiado. Las calles estaban llenas de personas con cruces gamadas. La visita fue breve, se despidió de ella y de su patria. Nunca regresaría. Cuando meses más tarde la anciana murió, las leyes raciales contra los judíos le impidieron verla. En esos instantes, la ciudad de Londres estaba inquieta ante el posible estallido de la contienda. Él ya no tenía esperanzas. Los ingleses aún pensaban que la confrontación era evitable, pero los globos de defensa ya volaban por el aire como elefantes para los niños y los carteles de las paredes aullaban palabras como perros hostiles. Chamberlain, el Primer Ministro británico negociaba con Hitler intentando evitar un conflicto a escala europea. Los ingleses ya habían sacrificado Austria en la espiral de expansionismo nazi. Zweig describe lo que ocurría cuando se negociaba en Múnich el destino de Checoslovaquia. Chamberlain regresó vendiendo una paz larga. Pocos días más tarde se conocieron los detalles de la vergonzosa capitulación. Inglaterra y Francia se habían arrodillado frente al fascismo, la moneda de cambio de una paz inquietante y breve había sido el pueblo checo.



El escritor se retiró a Bath con la intención de empezar un estudio de dos tomos sobre Balzac. Cada día más inquieto, sabía que Europa entera acabaría tragada por las fauces de Hitler. Los soldados alemanes invadieron Polonia el día que él contraía matrimonio con su segunda esposa. En ese instante dejó de ser un apátrida. Se convirtió en un sospechoso, en un enemigo. El funcionario consideró oportuno que, ante la nueva situación, no podía casarlos sin recibir instrucciones. La pareja marchó a París y, con los alemanes cada vez más cerca, decidieron cruzar el océano y vivir en Brasil. Querían alejarse de una Europa que estaba cayendo en el espanto. El 22 de febrero de 1.942 la victoria de Hitler parecía apremiante, Francia había sido invadida en pocos días, el ejército alemán continuaba avanzando victorioso por las estepas rusas, los japoneses habían destrozado parte de la flota estadounidense en Pearl Harbour y conquistaban, isla a isla, todo el Pacífico. Zweig no podía avanzar en su libro sobre Balzac. Una de las cosas que más echaba de menos en su exilio amargo eran sus libros, los necesitaba para seguir escribiendo, los recibía prestados de algunos conocidos. Él que carecía de afiliaciones políticas, era un humanista, un pacifista que no estaba dispuesto a asistir a la victoria del nazismo. Tomó la dura decisión de suicidarse junto a su esposa. Antes dejó ordenados los libros que quería devolver y escribió una docena de cartas explicando los motivos de su último acto. “Mis fuerzas están agotadas por largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin a tiempo. Saludo a mis amigos. Quizás ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”


En aquel mismo día en el que el mundo parecía al borde del desastre, a miles de kilómetros de distancia otro régimen fascista extendía su negrura. La 108ª Comandancia Rural de la Guardia Civil preparaba dos emboscadas contra los pocos que mantenían la lucha en la ciudad de Granada. Así mientras Zweig era enterrado, María Álvarez pudo contemplar cómo le apuntaban los fusiles del pelotón de fusilamiento. He tratado muchas veces de imaginar la escena apresurada, los sentimientos que pudo vivir mi abuela, embarazada de siete meses, frente a los ojos de la muerte. Ella aún no sabía que acababan de empezar los seis peores años de su vida.

El mundo de ayer fue publicado tras la muerte de su autor, que en el último párrafo hoy nos continua diciendo: “El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, la hija de la luz y sólo quién ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad”. Stefan Zweig, María Álvarez y millones de personas que se enfrentaron a aquella barbarie vivieron una vida verdadera. Sin sus pequeños gestos las sombras de hoy serían enormes.

02 febrero, 2011

La traición del nacionalismo vasco a la República.

La Guerra Civil española aún está llena de claroscuros. Los intereses partidistas trataron ocultar, o al menos de silenciar, episodios no demasiado conocidos y muy poco dignos. Ningún bando, ningún partido estuvo libre de esos comportamientos. Con el paso de las décadas algunas actuaciones salieron a la luz, otras siguen enterradas en algún cajón del olvido.
El golpe de estado de Julio de 1.936 y el estallido de la contienda situó al nacionalismo vasco frente a un gran dilema. El PNV era un partido conservador y muy católico que se encontraba alejado de los partidos de izquierdas, pero era consciente que el ultranacionalismo centralista del bando sublevado chocaba frontalmente con sus aspiraciones. Aunque optaron por mantenerse fieles a la republica fueron los últimos en crear milicias para enfrentarse al enemigo e incluso una parte del PNV de Vizcaya trató de imponer su visión de que la guerra era un asunto español en el que no debían involucrarse. Ya desde el inicio del conflicto trataron de negociar con los fascistas a través de la mediación del Vaticano. El 8 de mayo de 1.937 el futuro Papa Pío XII envío un telegrama al Lehendakari Aguirre sobre los términos de una rendición. A cambio de la entrega de Bilbao, había recibido la garantía de Franco de respetar la vida y los bienes de los que se rindieran de buena fe y la salida de los dirigentes del PNV. El telegrama nunca llegó a su destino, sino a manos del Gobierno republicano. Su entonces presidente, Largo Caballero convocó a parte de los miembros del gobierno para explicarles la situación, excluyendo a nacionalistas vascos y catalanes, anarquistas y comunistas, a quienes no quería hacer partícipes de sus preocupaciones.
Las negociaciones entre los nacionalistas y los italianos siempre se llevaron en secreto, pero existieron. En junio, cuando la caída de Bilbao ya estaba próxima, se intensificaron. Mientras el Gobierno de la República desde su sede en Valencia llamaba a la resistencia, el gobierno vasco ordenó la evacuación de la ciudad sin combatir. En la margen izquierda de la ría estaba situada la industria pesada. Era de vital importancia para el curso de la guerra evitar que cayera en manos del enemigo. Por ello, desde Valencia exigían su destrucción. La petición también fue desobedecida por los batallones de gudaris. Incluso se enfrentaron a los comunistas que trataron sin éxito de cumplir las órdenes. Al parecer entre las unidades que se lo impidieron ya se encontraban infiltrados algunos soldados franquistas.

La actuación del Lehendakari nunca fue clara, porque aunque de forma pública rechazó cualquier propuesta de capitulación, estaba al corriente de las negociaciones. Éste es un hecho discutido y poco conocido, pero las investigaciones reciente de los investigadores, centradas en la documentación de la diplomacia italiana de la época, lo demuestran. Negociadores vascos se trasladaron a Roma poco después de la caída de Bilbao con la misión de tratar con el régimen de Mussolini. Sus credenciales estaban firmadas por el Euzkadi Buru Batzar, el máximo organismo de gestión del PNV, pero también por Aguirre. El objetivo era entrevistarse con el Duce con el objetivo de explicarle siete puntos entre los que estaba informarle que los vascos no eran españoles y cuáles eran sus motivos por los que vieron abocados a entrar en la contienda. El dictador italiano no los recibió. Delegó en Ciano su ministro de asuntos exteriores, que les hizo muchas promesas. Los negociadores venidos de Euskadi dejaron claro que había que evitar que pareciera una rendición. Tenía que verse como una victoria italiana. Mientras tanto, Aguirre trataba de convencer al Gobierno de Valencia de que evacuara las tropas vascas de Santander hacia Cataluña. Era una operación imposible de ejecutar.
Tras la caída de Bilbao lo que quedó del denominado Ejército de Euskadi pasó a llamarse XIV Cuerpo de Ejército, formado por todas las organizaciones del Frente Popular, en la que los nacionalistas sólo representaban un tercio de todas las fuerzas. No obstante, seguían bajo el mando del Lehendakari. Las órdenes que el PNV dio a los suyos era mantenerse a la defensiva en el frente que miraba a Vizcaya, sin ayudar al resto de compañeros republicanos que estaban combatiendo. El 14 de agosto Franco lanzó la ofensiva final contra Cantabria y las unidades republicanas se concentraron en Santoña con la esperanza imposible de ser evacuados a Francia. Los nacionalistas estaban mientras negociando con los fascistas italianos el llamado Pacto de Santoña. En él se establecía la entrega de los batallones vascos con la condición que las tropas italianas los acogieran bajo su soberanía en calidad de prisioneros de guerra y no fueran entregados a Franco

Cuando los solados vieron que la evacuación era imposible y algunos de sus compañeros de Euskadi se negaban a luchar estalló la rabia. En esa situación algunos batallones republicanos se negaron a rendirse y huyeron hacia Asturias con la misión de continuar la lucha. Las unidades que obedecían al PNV, en cambio, depusieron las armas, pese a que el general que estaba al frente del Ejército del Norte amenazó con bombardear sus posiciones. Diez días más tarde, dos oficiales de los batallones vascos, atravesaron las trincheras con la misión de ofrecer la rendición incondicional de treinta mil soldados a los Flechas Negras de Mussolini. Recibieron la promesa de que dos mil hombres, sólo los oficiales y los mandos políticos del PNV, iban a ser evacuados a Francia, pero los barcos que debían hacerlo nunca llegaron. Estuvieron nueve días bajo custodia de los italianos, mientras estos negociaban con Franco en Salamanca la capitulación. Fue inútil. Franco no aceptó los acuerdos del Pacto de Santoña, sus soldados se hicieron cargo de los prisioneros e inmediatamente iniciaron la represión. La mayoría de los asesinatos se cometieron contra los comunistas y los anarquistas, pero alcanzaron también al resto de los partidos políticos, incluidos los del PNV. No obstante, los dos negociadores que capitalizaron la traición a la República fueron liberados cuatro años más tarde.
Aguirre trato con su palabras de encontrar excusas “los elementos nacionalistas, desde la caída de Bilbao, sufrieron en todo su ser la sensación de que ya para ellos todo estaba perdido. Los demás partidos tenían una continuidad política en los demás territorios. Ellos, no. Se atravesaban las fronteras de nuestro pueblo donde la gente hablaba otro idioma” para su partido era imposible entender que, por encima de las ideas nacionalistas, había una lucha mucho más importante, la lucha por la libertad, por la vida. Me temo que es una lección que aún no han aprendido y una historia que no quieren recordar.

01 febrero, 2011

Los sueños del independentismo en la realidad tormentosa

La semana pasada asistí a la presentación de un libro de un intelectual catalán. Aunque la temática de la obra iba sobre la vigencia de las ideas de los pensadores clásicos en el mundo actual, el debate posterior derivó hacia otros temas. En un momento de la charla, el escritor habló de la necesidad de patriotismo. A mi es un término que me provoca pavor. En nombre de la patria se han destruido muchos puentes de comunicación a lo largo de la historia, se han cometido demasiados crímenes. Pero la argumentación no acabó ahí. El autor, que decía haber defendido durante décadas el dialogo Catalunya-España, confesaba que ya no creía en eso. Un amigo al que yo acompañaba, le preguntó si el motivo del clima actual es el frentismo y cómo podía evitarse. El apelado no entendió la pregunta. No quiso entenderla. Su respuesta no atendía a la pregunta. El pasado domingo leí en portada de un periódico un titular de una entrevista al recién nombrado President de la Generalitat, Artur Mas. Sólo ha necesitado unas pocas semanas al frente de su nuevo gobierno para lanzar la primera andanada victimista: “el estado malgasta y Catalunya lo paga”. Yo estoy de acuerdo en el Estado malgasta, pero creo que dentro de ese Estado malgastador también deben incluirse las autoridades y los organismos de Catalunya.

El nacionalismo catalán siempre se ha movido entre la colaboración y la ruptura. No es nada nuevo. En 1.939 cuando la República empezaba a agonizar, algunos dirigentes catalanistas lucharon por ella hasta el final y unieron su destino a la suerte republicana, pero otros, iluminados por veleidades independentistas, tuvieron un comportamiento que yo me atrevo a calificar como ruin.

El golpe de estado de Julio de 1.936 dinamitó, entre otras muchas cosas, el poder establecido. El Gobierno Republicano en Madrid no supo hacer frente a la nueva situación y su autoridad se resquebrajó incluso en algunos de los territorios donde no había triunfado la sublevación militar. Los anarquistas se echaron a la calle en Barcelona para impedirla y a continuación trataron de imponer un régimen anárquico y libertario, donde el poder estaba diseminado en manos descontroladas. En esa situación, el President de la Generalitat Lluis Companys tuvo la habilidad de hacer frente a ese vacío, pactó con los anarquistas y emprendió una labor de gobierno, en la que asumía competencias que rebasaban el Estatut. Entre ellas llegó a formar un Gobierno propio que le encargó a Joan Casanovas, uno de los fundadores de su partido, ERC, mientras él mantenía su cargo de President de la Generalitat.

Esquerra se convirtió en el primer partido en Catalunya, donde sus alcaldes estaban al frente de más de la mitad de las poblaciones y contaban con un amplio apoyo social interclasista. Pasados los primeros meses de la guerra y con el frente estancado en Aragón, la alianza con la CNT se amplío al PSUC y la UGT con el objetivo de encontrar la unidad necesaria para resistir un conflicto que ya se veía largo. En esta política de alianzas tuvo un papel destacado Tarradellas. Por el contrario, una facción del ERC, liderada por Joan Casanovas, abogaba por romper con el resto de partidos y luchar por la independencia. Casanovas, que mantenía un romance con Margarita Carvajal, una famosa vedette mejicana, conocida como La Mayata, que entonces triunfaba en el Paralelo gracias a su cuerpo espectacular, siempre había sido contrario a pactar con los anarquistas y los comunistas y había ido acercándose a los postulados del partido independentista Estat Català, algunos de cuyos militantes habían declarado admiración por principios del nacionalsocialismo de Hitler..
Desde meses atrás se venían rumoreando los intentos de una parte del nacionalismo catalán de separarse de España, abandonar la guerra y declarar la independencia bajo protectorado de Francia. En una reunión celebrada el 21 de Octubre los ministros de asuntos exteriores de Italia y Alemania acordaron cual sería la política de sus países en el caso de que se produjera ese hecho. El 11 de noviembre se reunió el Consejo de Ministros de la Generalitat y se comentó la posibilidad de que, en caso de una victoria franquista, Catalunya proclamara la soberanía. Pero no pasó de ser una sugerencia, ya que el líder del PSUC bloqueó la propuesta por considerarla inadecuada en el marco de la guerra. Días más tarde los independentistas de Estat Català organizaron un complot frustrado contra Companys, en el que Casanovas estaba implicado por lo que se vio obligado a huir a Francia. Precisamente en esos días, la diplomacia italiana recibió dos telegramas de un presunto negociador de la Generalitat en los que le proponían la posibilidad de independencia de Catalunya bajo tutela de Italia.

En mayo de 1.937 la unidad entre los diferentes partidos estalló por los aires debido al enfrentamiento entre los comunistas y los anarquistas. El caos de los primeros días de la guerra volvió a aparecer. El resultado de aquellos acontecimientos fue la salida del gobierno de los anarquistas, la ilegalización del POUM y el ascenso de los comunistas. El Gobierno de la República recuperó la competencia exclusiva en política militar. Después de diez meses de disputas se hacía necesaria una estrategia unitaria en el campo de batalla si se quería evitar la derrota. La autonomía catalana perdió entonces parcelas de poder que había gestionado desde el inicio de la guerra, aunque seguía teniendo un marco de competencias superior al que establecía el Estatut. Esquerra soportó muy mal esa pérdida de poder y trató de acercarse a otras fuerzas nacionalistas. Veía además como, con los anarquistas fuera del gobierno, los comunistas se iban haciendo más poderosos


Lluis Companys

En esa situación Joan Casanovas regresó de Francia para volver a ponerse al frente del Parlament. Pero su verdadera intención era echarle un pulso a Companys. Este optó por la reelección al frente de la Generalitat con el apoyo de los comunistas y Casanovas dimitió de sus responsabilidades y volvió a marcharse a Francia. Mientras, las tensiones entre el Gobierno de Negrín y los nacionalistas iban en aumento. Cuando el gobierno republicano trasladó su sede a Barcelona, ante el avance de la guerra, los enfrentamientos con la Generalitat aumentaron. En agosto, sólo semanas después de que se iniciara el avance en la Batalla del Ebro, los nacionalistas vascos y catalanes provocaron una crisis de gobierno. Negrín, consciente de que la República se estaba jugando sus últimas bazas en el Ebro, decretó el control absoluto de la industria de guerra. Los ministros nacionalistas, más preocupados por sus competencias que por el curso de la guerra, abandonaron el gobierno y trataron de derribar a Negrín. Éste le pidió a Companys que, en ese caso, fueran consecuentes hasta el final y si precipitaban su caída, asumieran ellos el liderazgo para evitar la derrota. Negrín con esa actuación salió reforzado y, a partir de ese momento, los nacionalistas optaron por “cerrarse en casa” y centrar todas sus frustraciones en los comunistas.

En Noviembre, tras la derrota republicana en la batalla del Ebro y con las tropas franquistas a punto de entrar en Catalunya, Joan Casanovas volvió a aparecer en escena. Él que había pasado buena parte del conflicto en Francia sin sufrir los bombardeos de la aviación nacional, volvía a hacer declaraciones que en absoluto ayudaban a la causa republicana ni tampoco a su propio partido. En ellas defendía que la guerra le había venido impuesta a Catalunya, cuya misión ahora era llegar a u acuerdo con Franco y buscar la reconciliación entre los partidos de derechas e izquierdas desde la independencia. Obviamente, a esas alturas de la guerra, su ceguera política era ya enorme. Franco tenía la victoria en su mano y no estaba dispuesto hacer cesiones de tal magnitud. Casanovas hizo las declaraciones de rendición días antes de que se produjera una reunión entre Chamberlain y Daladier, los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia. La última vez que éstos se habían reunido para hablar de paz fue en los Acuerdos de Munich, en los que entregaron Checoslovaquia a Hitler.

La reacción en Barcelona frente a las palabras de Casanovas no se hizo esperar. La edición del 16 de Noviembre de La Vanguardia decía en su portada: “Por desgracia de los pacificadores y por fortuna nuestra hemos dejado de ser crédulos. Sabemos del mundo actual lo suficiente y rechazamos a los mediadores. Ahí están Austria y Checoslovaquia, chorreando sangre, borradas de la historia, con sus libertades exoneradas, con sus sinagogas en llamas y sus partidos y nacionalidades disueltos. Los españoles no servimos para que nos despedacen. Y si retorna Casanovas se le llevará ante el Tribunal de Alta Traición. [..] Admiramos a los que tiene facilidad para soñar a bordo de una realidad tormentosa. Pero es mejor abrir mucho los ojos. Barcelona no es Praga. Y si hay algunos que, no comprendiendo el entronque fatal del destino catalán al destino de la hispanidad, sirven al espíritu de capitulación, noble es advertirles que están más cerca del piqueta de ejecución que del éxito.”


Tras la derrota y el exilio, Lluis Companys fue detenido por la Gestapo en Francia, deportado a España, donde se le torturó y se le sometió a un consejo de guerra sumarísimo sin ninguna garantía jurídica. El 15 de Octubre de 1.940 fue fusilado en el foso del castillo de Montjuich. Su delito fue haber sido President de la Generalitat y haber luchado contra un golpe de estado. No permitió que le vendaran los ojos y quiso morir descalzo para poder pisar la tierra por la que luchó. Antes de recibir los disparos gritó “Tornarem a sofrir, tornarem a vencer! (¡Volveremos a sufrir, volveremos a vencer!”). Setenta años después su injusta sentencia aun no ha sido anulada. Joan Casanovas murió dos años más tarde. Permanecía en Francia.

Durante los últimos años Esquerra ha tomado la senda de la independencia, contagiando a Convergencia. Parece ser que las ideas de Joan Casanovas se han acabado imponiendo. Cada vez son más los tienen facilidad para soñar a bordo de una realidad tormentosa. Espero que esta vez el sueño no nos conduzca de nuevo hacia otra pesadilla.