En Julio de 1.936 Málaga, como el resto del país, vivía un ambiente de tensión extrema. Durante los meses previos, los socialistas y los anarquistas habían tenido enfrentamientos que derivaron en graves disturbios. La excusa había sido un arte de pesca: el boliche. La UGT trató de ir suprimiéndolo porque esquilmaba la riqueza pesquera del litoral, pero muchas familias que vivían de él, se afiliaron a la CNT y salían a pescar con protección. Los enfrentamientos acabaron con el incendio de locales anarquistas, el tiroteo de la Casa del Pueblo, en el que produjeron varias muertes, y una posterior huelga general. Mientras la izquierda malagueña se enzarzaba en guerras fratricidas, los militares conspiraban para preparar el golpe de estado. A principios de mes, Queipo de Llano visitó la ciudad con el objetivo de asegurarse que su Comandante Militar, el General Patxot, se alinearía con el alzamiento. La relación entre ambos generales no era buena y Queipo confiaba más en los oficiales Huelín y Segalerva. Patxot era consciente de la dificultad que tenía la acción en Málaga, ya que la población era fervientemente republicana, pero en varias reuniones mantenidas en un restaurante y en el Campamento Benítez se establecieron los detalles del pronunciamiento.
En la mañana del 18 de Julio, la radio transmitió la noticia de la sublevación del ejército de Marruecos. Huelín y Segalerva presionaron a un dubitativo Patxot para que firmara la declaración del estado de guerra. También trataron, esta vez sin éxito, de encarcelar a varios sargentos sospechosos de no secundar su causa. A las cinco de la tarde, el capitán Huelín se presentó en el cuartel de Capuchinos con la orden de la salida de las tropas, a lo que algunos oficiales se negaron. Finalmente y bajo gran presión, la compañía salió a la calle, entre los vítores favorables a la república de los vecinos del barrio, que pensaban que los soldados marchaban hacia el puerto para embarcar con destino a Melilla y luchar contra los sublevados. La intención de los militares era muy diferente: el control de los edificios más importantes. Con ayuda de jóvenes falangistas colocaron ametralladoras en la calle 14 de abril, que era el nombre que tenía la calle Larios. La población se asustó y corrió a refugiarse donde pudo, mientras todos los comercios cerraban sus puertas a toda prisa.
Las autoridades republicanas de negaron a rendirse. Los guardias de asalto se mantuvieron fieles a la legalidad y armaron a los obreros que se lanzaron en la mañana del 19 contra el principal foco de la rebelión: el cuartel de Capuchinos. Los oficiales golpistas no eran numerosos, ya que una parte de sus compañeros y de los soldados eran contrarios al golpe y la Falange en aquel momento contaba con apenas unos trescientos afiliados. Los rebeldes esperaron un desembarco de tropas procedentes de Melilla que no se produjo. En vista de su desesperada situación, optaron por rendirse. El alzamiento había fracasado. El pueblo se emborrachó de alegría, confraternizó con los soldados y recorrió las calles vitoreando a la República. A continuación una locura de destrucción arrasó los locales más conocidos de los elementos derechistas: el partido Acción Popular, el periódico la Unión Mercantil, los almacenes Temboury y el Círculo Mercantil fueron incendiados. Los sindicatos requisaron todos los coches disponibles y los marcaron con sus siglas.
El día 22 los obreros regresaron a las fábricas, los tranvías circulaban y las calles habían sido limpiadas, pero el pueblo, que había aplastado el golpe con sus propias fuerzas, se creyó en condiciones de gobernar la ciudad. Aprovechando el vació de poder, la euforia revolucionaria trajo un poder popular, acéfalo, que no pudo ser controlado por los dirigentes republicanos. Se implantaron en muchos lugares un sistema autogestionario, favorable al reparto de la riqueza. En las fábricas, comercios y restaurantes se establecieron colectividades y la titularidad pasó a manos de sus trabajadores. Pero al amparo de las siglas políticas de las milicias, actuaron también personas sin escrúpulos, ni ideología, que acabaron por desvirtuar el ideal revolucionario con su exhibicionismo de armas y su arrogancia de poder, que el gobierno republicano se vio, en la distancia, incapaz de dominar. Los principales golpistas fueron juzgados y condenados a muerte y, durante los dos meses siguientes, los fusilamientos acabaron con la vida de unas trescientas personas, hasta que las autoridades pudieron frenar los asesinatos, que se producían sobre todo después de los bombardeos de la aviación nacional.
La anarquía apasionada y los ideales fueron barridos en los meses posteriores por la realidad de la guerra. Los anarquistas se negaban a cavar trincheras porque para ellos cavar era mantener la explotación y un signo de cobardes. Su arrojo no pudo con las tácticas militares y medio año más tarde las tropas fascistas entraban en Málaga. Se ha acusado en muchas ocasiones al gobierno republicano de no haber conseguido controlar el desorden y ante esa situación de no haber defendido con mayor fuerza la ciudad. Tras su caída casi 17.000 personas fueron fusiladas por la “justicia” franquista.
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