Las ilusiones republicanas que explotaron una tarde de abril de 1.931 fueron difuminándose con el paso del tiempo. Los monárquicos, la burguesía y los terratenientes se adaptaron rápidamente a los nuevos tiempos y, pese al fuerte sentimiento antirrepublicano de muchos de ellos, decidieron concurrir a los comicios. Una vez más se trataba de cambiar para que nada cambiase. Con el triunfo de los republicanos y socialistas, la promesa de reformas que acabarían con las desigualdades anacrónicas, generó un gran anhelo entre los más desfavorecidos, pero topó con la encarnizada resistencia de los poderosos, que no estaban dispuestos a perder sus privilegios. La reforma agraria quedó estancada ante la oposición de los caciques. La necesaria reforma del ejército, que buscaba una mayor profesionalización del mismo, generó una profunda enemistad hacia la república entre una buena parte de los oficiales. En ese entorno, una de las mejores generaciones que ha dado nunca nuestro país vio como naufragaban sus esfuerzos intelectuales por modernizarlo de un retraso atávico de siglos. La Segunda República pasó así a la historia, gracias a la deformación posterior que haría el franquismo, como una época turbulenta, presa de los conflictos sociales, caracterizada por los fracasos colectivos. Dos años más tarde de su proclamación, la victoria electoral de los conservadores provocó que se ralentizaran, y en la mayoría de los casos se detuvieran, las reformas acometidas. Esto acabó por asesinar muchas esperanzas que derivaron hacía una mayor violencia social.
En esa situación se llegó a las elecciones de febrero de 1.936, a la que acudieron desunidos los partidos de derechas, mientras la izquierda había conseguido concentrarse en torno al Frente Popular. Pese a ello, todas las previsiones presumían la victoria conservadora. En Granada la campaña electoral había sido especialmente violenta. Los grupos derechistas no estaban dispuestos a perder las votaciones y, de forma orquestada con las instituciones locales, urdieron una estrategia con el objetivo de impedirlo. Se concedieron miles de licencias de armas de fuego y se repartieron más de diez mil armas. Los mítines de Frente Popular eran impedidos por bandas de escopeteros y las personas que portaban propaganda frentepopulista eran detenidas.
El domingo 16 de febrero fue desapacible, pero más pacífico de lo esperado, después de la virulencia de las semanas anteriores. Los primeros resultados ofrecidos por el gobierno no establecían un panorama claro de la situación. El diario ABC, siguiendo la misma línea, se queda sin calificativos en su edición del día posterior a las votaciones y habla de datos contradictorios, incompletos, confusos. La realidad apareció horas más tarde y reflejaba una clara e inesperada victoria progresista. En Granada las primeras informaciones hablaban de un triunfo conservador en la provincia y de los socialistas y republicanos en la capital. En Churriana, el pueblo de mi familia, la derecha había obtenido 848 votos por 133 del Frente Popular.
Sólo un día más tarde, la edición del periódico El defensor insiste en la victoria de los partidos progresistas y en una nota titulada “Contra la arbitrariedad y el atropello, por respeto a la verdad y a la justicia, habrá que anular las elecciones en la provincia de Granada” publica “En muchos pueblos de la provincia de Granada los monterillas y los caciques han ofrecido un espectáculo electoral bochornoso. Tenemos en nuestro poder una larga relación de episodios que acredita el desenfreno escandaloso y brutal a que se han dedicado los enemigos de la democracia… No han tenido para las organizaciones de izquierda ni la más ligera sombra de respeto. Se les ha tratado como a gentes fuera de la ley. Detenciones en masa de apoderados e interventores. En algunos pueblos no han podido entra los candidatos. De otros han tenido que huir los elementos izquierdistas perseguidos por las furias caciquiles…Las elecciones en la mayoría de los pueblos de la provincia de Granada están plagadas de tantas arbitrariedades y falsean de tal modo el sentir del cuerpo electoral, que no se puede poner en duda la necesidad de su anulación por respeto al sufragio y por espíritu de justicia. Las actas amañadas por los monterillas y caciques chorrean arbitrariedad y escándalo por todos los conceptos. Y en la mayor parte de los casos la arbitrariedad está probada por actas notariales.”
En esa situación el Frente Popular convoca un mitin en el estadio de futbol de Los Cármenes y una posterior manifestación por el centro de la ciudad a la que asisten más de cien mil personas. El último orador fue el diputado socialista (y futuro ministro) Fernando de los Ríos. Sus última palabras fueron una premonición de lo que acabaría sucediendo en el futuro "...vendrán a hablarnos falsos revolucionarios so pretexto que todo está igual, que las cosas no adelantan y que ellos y vosotros habéis sido engañados, procurarán echaros a la calle para crear conflictos a las autoridades y que se produzcan choques entre vosotros y la fuerza pública, para que luego hagáis responsables a los que os dirigen de las consecuencias los actos que en la oscuridad, ellos han tramado". Al finalizar la manifestación, unos jóvenes falangistas iniciaron las provocaciones de derivaron en una espiral de violencia por ambos bandos. Altercados, asaltos, incendios, manifestaciones, disparos, entierros multitudinarios… fueron el escenario de aquella primavera, donde la convivencia en la ciudad, como en el resto del país, inició un camino hacia la agitación que ya no tendría retorno.
Unas semanas después, el Parlamento creó una comisión con el objetivo de analizar los resultados fraudulentos que se habían producido en Granada y en Cuenca. Sus conclusiones establecían que “las elecciones se habían desenvuelto en un ambiente de matonería, de escopeterismo, de coacción pública y privada inigualables” y ordenaba repetir los comicios en ambas provincias. Antes de ese dictamen intervinieron los tres únicos diputados izquierdistas granadinos que habían sido elegidos. Fernando de los Ríos tomó la palabra en un memorable discurso denunciando los abusos cometidos. “Las colinas de harapientos de Granada, la colina del Albayzín y en donde está lo que se llama el Barranco del abogado, recordando la actitud que había tomado uno de ellos en el año 31 y que lo enunciaba con estas palabras tan dramáticas como humanas – en mi hambre mando yo- al recordar este ansia de regir soberanamente en su hambre, esas colinas de miseria, digo, han votado por la candidatura de izquierdas”. Era la primera vez que alguien hablaba en las Cortes de esos barrios desfavorecidos.
La repetición de los comicios en Granada representó un vuelco que le dio al Frente Popular todas las actas de diputados. Previamente la CEDA, la coalición derechista, había decidido introducir en su candidatura a cuatro falangistas, que en ese momento estaban en prisión por actividades violentas y antidemocráticas. Hasta ese momento, la Falange era un partido minoritario que apenas alcanzaba el centenar de afiliados en la provincia, pero que se estaba viendo fortalecido por la deriva extremista a la que se estaban viendo abocados los grupos políticos. La derrota hizo que estos elementos, que siempre habían sido antirrepublicanos, fueran cada vez más radicales y numerosos e iniciaran la conspiración para derivar por las armas un régimen democrático en el que no creían, con la complicidad de una parte de la opinión pública que aceptaba, cada vez más, la violencia como arma política.
Durante aquella primavera de 1.936, mi abuela María debió cerrar la lechería que había montado con su marido en la calle Elvira, donde las cántaras siempre estaban brillantes. Se marchó con mi madre, que entonces tenía poco más de un año, a vivir a Jayena, un pueblo del sur de la provincia del que provenía la familia de mi abuelo. En aquel momento, no sabía que el destino que le esperaba, a su regreso después de la guerra, sería aquellas colinas del Barranco del Abogado, donde los harapientos solo podían gobernar su hambre, pero tampoco estaría Fernando de los Ríos para poder defenderlos.
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