06 mayo, 2009

Venezia

El agua de alrededor es opaca y poco profunda, la atmósfera curiosamente traslúcida, los colores pálidos y se cierne una insinuación de melancolía. Está rodeada de reflejos ilusorios, como espejismos en el desierto y entre tanta alucinación, el agua reposa en un especie de trance.

Jan Morris. Venezia.

 

He venido a Venezia  para escribir un libro. Hasta esta mañana yo no sabía que ese libro tendría una preciosa encuadernación verde, que me recuerda a las alas de un pavo real. Esta mañana lo he encontrado en una encuadernadora en la calle Rugagiuffa, entre los campos de San Zaccaría y de Santa María Formosa y ahora estoy escribiendo en él, desde un pontón en las Zattere, viendo como atardece el último sábado de Septiembre en el canal de la Giudecca.

Las zattere eran las balsas antiguas en las que los venecianos transportaban la madera y que tanto se parecían a los pontones a los  que le han dado nombre. Hay un continuo trajín de embarcaciones de diferentes tipos que van y vienen, transportando personas o mercancías. El transporte de personas está muy ligado al turismo, pero el de mercancías, muchas de ellas cotidianas, son el reflejo de que está ciudad vive más allá de las hordas de visitantes. Al fondo, apenas a una distancia que yo calculo en unos trescientos metros, se levantan las casas de la Giudecca, ese conjunto de islas que dibujan una espina de pescado a la espalda de Venecia. De hecho, antes de que los judíos que las habitaron le dieran el nombre, se la conocía como Spinalonga.

Las campanas de las iglesias anuncian las seis y sus sonidos se mezclan con el chapoteo de las aguas del canal chocando con la piedra de los muelles. Escribo sentado sobre un semiderruido pontón de madera. Una parte de él, cubierto de una costra de algas, sólo muestra la podredumbre de dos viejos tornillos que ya no aprietan ninguno de los tablones que debieron fijar en el pasado. La luz de la tarde tiene un color ambarino que contrasta con las aguas grises del canal.

He venido a Venecia para oír las campanas y ver como el sol se pone en sus canales, para escribir las sensaciones que no pude expresar hace cuatro años cuando, en una visita anterior, quedé tan asombrado de esta ciudad anfibia de mágica melancolía, que apenas pude hacer otra cosa que admirar tanta belleza y dejarme llevar. He venido a Venezia para perderme en este dédalo de callejuelas, en este laberinto de nombres que tiene la geografía local: fondamenta, la calle junto a un canal sobre la que se fundan los edificios, río terá, la que se construye sobre un río cegado; campo, que es como los venecianos llaman a sus plazas, porque aquí Piazza sólo hay una: San Marco; pero también puedes perderte entre salizzadas, las calles adoquinadas; o entrar bajo un sotoportego, cruzando bajo un edificio a cualquier lugar que no conoces; o pasar por una ruga, la calle que tiene tiendas a ambos lados.

Porque en Venezia, la línea recta no marca la distancia más corta entre dos puntos y a veces te encuentras con la sorpresa de una calle que acaba directamente en un canal y se detiene, de repente, como el sonido de una caja de música, que nunca acaba al final de la canción. Pasear por esta ciudad es dejarte llevar por un laberinto de sensaciones, un zigzag te lleva a la siguiente sorpresa que te espera detrás de una esquina, ya sea un viejo palacio gótico, el campanile exento de alguna iglesia o simplemente el exuberante encanto de una casa en plena dejadez.

Estamos alojados en el Hotel Pausania, en la Fondamenta Gherardin, muy cerca del Campo de San Barnabá, apenas a unos pasos del Ponte del Pugni, donde las bandas rivales de los Nicolotti y los Castellani jugaban a la guerra durante el Renacimiento, defendiendo su parte del puente a puñetazos. Junto a él, amarra la que, posiblemente sea la tienda de verdura más fotografiada de la ciudad, una barca repleta de lechugas, tomates, cebollas y todo tipo de vegetales. Siempre que caminamos junto a ella, nos sorprende que el verdulero esté cortando alcachofas a rodajas e introduciéndolas en un cubo de agua con perejil.

El hotel es un antiguo palacio, con una escalera irregular de peldaños inclinados, que produce una extraña embriaguez de borracho cada vez que la bajas y un leve mareo, que produce la sensación que acabaras rodando. Los techos de las habitaciones están pintados con frescos que hacen que las visiones, al despertar, se fundan con personajes en escorzos imposibles, ropajes de rojo veronés, santas que sostienen cruces de madera o alguna cortesana que enseña una pierna entre los azules del vestido y se gira enseñando un pecho, mientras en la mano sostiene el caso de un guerrero. Es una pena que luego el desayuno sea tan pésimo.

La tarde de domingo se nubla en el Campo de Santo Stéfano, mientras cientos de personas pasean después de la comida. Escribo desde un pozo, en una esquina de la plaza, desde donde observo la estatua del lingüista Tommasseo, conocida como cagalibri, porque tiene varios libros apilados detrás de sus piernas. Esta mañana queríamos ir a la isla de San Lázaro, pero en el muelle de San Zaccharía se indicaba que las visitas eran sólo por la tarde y hemos decidido visitar el Palazzo Ducale. A los venecianos les gustaba representar su poder a través de las decenas de salas, ricamente decoradas del palacio, pero a mi lo que más me ha impresionado son los calabozos oscuros, donde la Serenísima encerraba a sus criminales. Atravesar el Ponte dei Suspiri, camino de la prisión, debía ser una experiencia aterradora. En cambio, el patio del Pazzo, repleto de mármoles, debía de dar la justa imagen de poder a cualquier embajador que subieras por la escalera.

Es un palacio grandilocuente y fastuoso, diseñado para representar la imagen del poder económico de la república, pero el encanto de Venezia reside en la esquina de un pequeño canal perdido, donde la soledad te aleja del bullicio de los miles de turistas en San Marco. Ayer descubrimos ese encanto paseando a lo largo de Cannareggio, uno de los sestieri, que es como aquí llaman a cada uno de los seis barrios en los que se divide la ciudad, que en nuestra anterior visita apenas pudimos visitar.

Comenzamos el recorrido en el Campo de San Zaccharía, donde la iglesia del mismo nombre funde elementos románicos, góticos y renacentistas en las diferentes épocas de construcción, que son claramente apreciables con sólo fijarse un poco. De allí, fuimos callejeando hasta el Campo de Santa María Formosa, que, aunque está cercano a San Marco, representa, con sus cafeterías o sus puestos de verduras,  la alegre vida cotidiana de los venecianos que toman esta plaza a los pocos turistas que por ella vagan. A un lado de la plaza, se levanta la Iglesia de Santa María, sobre una antigua iglesia bizantina, donde se dice que una virgen se apareció a San Magno en el siglo VII. En el campanile exento, de un blanco de nata, destaca una cara grotesca que mira a la gente que camina distraída hacia San Marco.

La siguiente parada en el camino fue el campo de San Zanípolo, curioso nombre de un santo que no existe, ya que es la abreviación veneciana de los santos Juan y Pablo. Allí se alza la iglesia más grande de la ciudad, aunque en eso las guías de viaje no se ponen de acuerdo, porque otra dice que la de los Frari es mayor sólo por apenas unos pocos metros. Lo cierto es que pueden en esa disputa de tamaño representar la relación entre los dominicos y los franciscanos, que eran las órdenes por las que estaban gestionadas.

En la dominica Zanípolo nos sorprenden los aplausos al final de una boda, mientras admirábamos las tumbas de varios dux o las vidrieras. Al salir, en el canal junto a la iglesia gótica, una góndola nupcial, ricamente decorada, espera a los novios mientras los invitados la decoran con los ramos de flores que salen de la iglesia. El gondolero gentilmente saluda a la cámara cuando Laura se acerca para tomar una fotografía.

Una sorpresa repentina te asalta al girar un canal, Santa María dei Miracoli, una preciosa iglesia renacentista construida por completo con mármoles policromos, que aparece encajonada junto a un canal y un pequeñísimo campo, realzándola aún más. Se cuenta que Pietro Lombardo construyó esta iglesia por orden de la ciudad, que quería albergar una virgen milagrosa, la cual originariamente iba a estar en las paredes de una casa, al igual que tantas vírgenes que se pueden encontrar a lo largo de toda la ciudad, junto a alguna flor marchita, tributo de alguna petición ilusionada.

El pequeño campo de San Canciano ofrece una breve parada. Es la hora ideal para detenerse en un bacari, que es como aquí llaman a las tascas, para tomar una ombra y un cichetto, un pequeño vaso de vino con una tapa, que en este caso es de bacallá manteca, un puré de bacalao con crema de leche, aceite, ajo y perejil. Ombra en italiano significa sombra y el hecho de tomarse un vaso de vino a la sombra, ha dado lugar al nombre que se da al vino o a su diminutivo: ombreta.

La caminata continúa entre canales y, tras dejar a un lado il Gesuiti y el Palacio Mastelli, que pertenecía a una rica familia de mercaderes de Morea, que esculpieron un camello en la fachada de su palacio para recordar las caravanas, origen de su fortuna, acercamos nuestros pasos hasta la Iglesia de la Madonna dell’Orto, escondida en mitad del Cannareggio y alejada de los turistas. Como en muchos otros casos en esta ciudad, el nombre de la iglesia encierra una historia, la de otra virgen milagrosa encontrada, en esta ocasión, en un huerto, para la que se construyó esta iglesia gótica con una fachada de ladrillo rojo, que ocupó el lugar de una anterior dedicada a San Cristóbal, patrón del gremio de los mercaderes, cuya estatua aún ocupa un lugar privilegiado en la portada.

Es una plaza íntima, con un pavimento de ladrillos que dibuja espigas. En el interior hay varias pinturas de Tintoretto, uno de los grandes pintores venecianos, hijo de un tintorero del que recibe su apelativo, que está enterrado en el suelo de la iglesia. Cerca de ella, nos detenemos en el Campo dei Mori, sobre cuyo nombre hay diferentes teorías. Para unos se debe a los mercaderes árabes que comerciaban en el cercano fondaco, para otros, en cambio, el nombre  viene por el origen de Morea de los hermanos Mastelli, que también están relacionados con la plaza. Lo cierto es que a mí, las tres estatuas que hay en las paredes de varias casas, me parecen moros de turbantes gigantescos. Uno de ellos, situado junta a la casa de Tintoretto, tienes además una acentuada inclinación. Cerca de ellos, presidiendo una esquina de la plaza, destaca una cuarta estatua, la de Antonio Rioba, en cuya nariz se colgaban las denuncias satíricas contra el gobierno de la ciudad. Debieron colgar muchas porque la nariz se acabó rompiendo, ya que la actual es de hierro.

Un poco más allá nos adentramos en el corazón de la judería veneciana: el ghetto, nombre de origen veneciano que se refiere a las antiguas fundiciones de cañones que había inicialmente en el barrio, que luego fue la primera judería establecida por decreto en la historia. Varias cosas llaman la atención del barrio: la presencia de judíos ortodoxos con sus trajes y sombreros negros y sus largas barbas, uno de los cuales nos saluda amablemente al pasar con un “shalom” y una sonrisa, los restaurantes de comida kosher, los monumentos y las lápidas que recuerdan los nombres de los judíos venecianos deportados y asesinados por los nazis, pero, sobre todo, los edificios. Aquí son más altos que en le resto de la ciudad, ya que, al estar confinados en menor espacio, se vieron obligados a elevar sus construcciones.

A esta hora del día ya estábamos cansados del paseo que habíamos empezado algunas horas antes y, tras atravesar la Lista di Spagna, donde se situaba la embajada española, (lista se refiere a calle con embajada), tomamos el vaporetto 82 en la ferrovía. Nuestro destino eran las Zattere, en el canal de la Giudecca, donde dicen que se encuentran las mejores heladerías de Venezia. Tomar en Nico un helado de praliné de chocolate sumergido en nata, al que llaman gianduiotto, mientras el sol comienza a atardecer, es un buen punto final para este paseo que nos ha ido llevando por una buena parte de los campos e iglesias mas hermosos de la ciudad.

Llueve en Venezia y la melancolía estalla, las gotas de agua golpean con fuerza los canales. Aquí la lluvia tiene un sonido diferente, de piedra, pero también de agua. Desde el salón que hay en el primer piso del hotel se oye el sonido del agua que golpea el agua, un chapoteo continuo y musical. Nunca había visto llover en Venezia y esas es otra sensación diferente por la que merece la pena la visita a esta ciudad.

Después de pasar la tarde recorriendo el Gran Canal en vaporetto, hemos cenado en un restaurante cercano a la Accademia, en el Rio Terá Sant’ Agnese, el Agli Alboretti ha sido una buena elección para probar uno de los platos más típicos: el fegatto alla veneciana, hígado de ternera, cortado muy fino y cocido a fuego lento con cebolla, sin hacerlo demasiado. Un delicioso vino tinto y el tiramisú han sido el complemento ideal para un cena estupenda, que, aunque no ha sido barata, no nos ha importado pagar. Sobre todo si se compara con el precio de las pizzas tan malas que hemos comido al mediodía en una trattoria del Campo dei Tolenttini.

Pero de todos los restaurantes de Venezia, nos seguimos quedando con los Quatro Freri, esa pequeña hostería de la calle lunga de San Barnabá, que ya nos encantó en nuestro viaje anterior. Sus spagettis alla vóngole e biocoli (mejillones y almejas) son una delicia sencilla y muy sabrosa y además a un precio muy barato si lo comparamos con lo que se paga habitualmente en esta ciudad. La euforia de nuestra primera noche en Venezia, el reencuentro con nuestro restaurante favorito, el hambre que teníamos al llegar después del viaje y que sólo nos dejaron saciar con un plato porque estaban a punto de cerrar cuando llegamos, el helado de bacio, un chocolate con nueces que me comí más tarde en el Campo de Santa Margharita... todas esas sensaciones fueron un buen reencuentro con Venezia a la llegada.

En esta ciudad los restaurantes son pequeños, íntimos y alegres, donde te toca compartir mesa con algún desconocido. Ayer lo hicimos dos veces, aunque con desigual resultado, no ya por la compañía, sino por la comida. Almorzamos en Ca d’Oro Alla Vedova, una pequeña hostería de la calle del Pistor, con un antiguo reloj que se paró un jueves de abril a las diez y veinticinco y donde probamos los spaguettis con tinta de calamar o con ragú de anatra, que es el nombre del pato, o el pulpo con polenta por muy poco dinero. A la noche, para cenar fuimos a la que las guías dicen que es una de las trattorias más conocidas de la ciudad: el Mascarón, que se llama así por el rostro burlesco que hay en la pared y que es una copia del que vimos por la mañana muy cerca de allí, en el Campanile de Santa María Formosa. El menú, antipasto misto de mare, atún y lenguado nos pareció caro, no ya por la calidad del pescado, sino por el trato alocado de los camareros y especialmente del dueño, un veneciano de barba blanca al que quizás el negocio le funciona demasiado bien como para atender de forma adecuada a la concurrencia. Un borracho con coleta y aires de playboy desangelado no paraba de entrar tropezando cada vez con un jarrón de metal que sostenía la puerta, junto a la que estaba nuestra mesa que compartíamos con una pareja de jóvenes italianos que sólo comieron antipasto y se pasaron la cena escribiéndose palabras en el papel de estraza, que suelen poner en los restaurantes a modo de mantel.

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La mañana se levantó nublada y con una llovizna leve que encendía la nostalgia. Los canales parecían más grises y el agua tomaba unos tonos plomizos que la hacían más opaca. Muchas veces pienso que sorpresas guardarán en su interior los canales. Cerca del hotel están drenando el de san Trovaso, nombre de otro santo inexistente, ya que es la concentración de Gervasio y Protasio. Cuando pasa cerca hay olor a podredumbre y cieno, lo que es una pena porque sólo pudimos ver desde lejos el Squero di San Trovaso, el más antiguo taller de construcción de góndolas, tanto que sorprende por sus casas de madera.

Esta mañana hemos obviado el pésimo desayuno del hotel y nos hemos tomado un delicioso capuchino. El nombre viene por la similitud de los colores del café y la crema con el hábito marrón y la capucha blanca de los frailes. Después hemos decidido callejear entre la lluvia hasta Rialto, visitando los diferentes campos que atravesamos por el camino. Empezamos en el de Santa Margharita, lleno de cafeterías y de estudiantes por la cercanía de la universidad. Antiguamente no era una zona muy noble de la ciudad porque cerca de aquí se encontraba el basurero, pero hoy es el campo más frecuentado, especialmente por la noche y uno de los pocos que no alberga una iglesia.

Tras cruzar el río de Ca Foscari llegamos a un campo pequeño, el de dan Pantalón, éste si presidido por la iglesia del mismo nombre con su fachada inacabada. Dentro, la bóveda está presidida por un conjunto de lienzos de Fumiani, que dedicó más de la mitad de su vida a pintar la vida del santo. En la iglesia hay un santoral abierto que indica el día en el que estamos, que corresponde con los arcángeles Miguel y Gabriel. La bóveda es un Apocalipsis de ángeles sobre un cielo que se abre.

Las callejas y los campos se van sucediendo: san Rocco, el patrón de los apestados, donde se encuentra la Scuola de San Rocco, que alberga una gran decoración pictórica de Tintoretto; los Frari, con su iglesia gótica y el campanile más grande, después del de San Marco, San Polo y, finalmente, San Aponal, hasta llegar a Rialto.

En Rialto tiene su origen Venezia, en el conjunto de islas de Rivus Altos u orilla alta, donde se trasladó la sede del gobierno desde la isla de Malamocco en el año 811, después del fracaso de la expedición que envió Pipino, el hijo de Calomagno, para conquistar la ciudad. Aquí también se construyó el primer puente sobre el Gran Canal, que originó el auge del comercio en sus alrededores. Tras quemarse el primer puente de madera, se convocó a los mejores arquitectos para construir otro de piedra. Palladio diseñó uno de tres arcos, pero se desestimó porque dificultaba la navegación. El requisito es que pudiera atravesarlo una galera con acqua alta. Antonio da Ponte fue el encargado de construir un puente de un solo arco en el punto más estrecho del canal. Durante siglos, Rialto fue el único puente que cruzaba el Gran Canal, ya que los otros dos, el de la Accademia y el de los Scalzi no se construyeron hasta el siglo XIX.

El bullicio va aumentando con la cercanía del puente y empiezan a aparecer todo tipo de tiendas y de negocios. Compramos una colorista litografía con la silueta de un gato mirando las casas del canal, un trozo de jabón de canela y naranja, un cuarto de funghi porcini fresco y un trozo de queso parmigiano. Pero lo más espectacular es el mercado de pescado al minuti, una lonja de toldos rojos junto al Gran Canal, donde se expone un pescado  fresquísimo y a unos precios que nos sorprenden por su precio barato: sardinas, gambas rojas, anguilas de la laguna, cigalas rojas, cigalas blancas de extraña cabeza, alguna cabeza de pez espada, moluscos sin cocha para rebozar. Es una sinfonía de colores, al igual que el mercado de la verdura que nos muestra una policromía de verdes exquisita para una ensalada: rúccula, escarola, canónigos, espinaca fresca y diversos tipos de lechugas.

Aquí se encuentra la vida cotidiana de Venezia, con las verduleras gritando los precios de sus fingí, los ramos de pequeños peperoncini rojos, el olor de los pollos asándose, el mostrador con una diversidad de paninis y bocadillos y la exposición de pescados para todos los gustos y bolsillos. Es en un mercado donde puede apreciarse la vida de una ciudad más allá del aluvión de turistas de San Marco, el kimono de una japonesa despistada o la prepotencia de algún matrimonio americano.

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La verdadera Venezia la encuentras en el olor de la colada, tendida a secar en una tranquila mañana de sábado, mientras salen, alegres, los niños de la escuela con sus maletas, sus libros y sus bromas; en el bostezo matinal de un lunes en los rostros de los estudiantes, camino de su primera clase; en un bacaro cerca de Santo Stefano donde tres ancianos se toman una ombretta; y, sobre todo, en los gritos de los vendedores del mercado. Es esa Venezia que no existe en Agosto, cuando sus habitantes huyen de la ciudad, tomada al asalto por bandas de turistas. Esa ciudad cotidiana que hay que saber encontrar entre la belleza de los  palacios y lo canales.

No es fácil orientarse en el laberinto de callejones, dicen que ocupan doscientos kilómetros, o por sus cuatrocientos puentes o sus ciento setenta canales. Y entre todos ellos es muy probable perderse, pero no hay mayor placer que hacerlo en esta ciudad para encontrarse más tarde en algún campo conocido que te indica el camino a seguir. Es delicioso callejear sin rumbo fijo, introducirse en un sottoportego sombrío y a aparecer en la tranquilidad de un cortile, que es como llaman a esos patios interiores tan silenciosos, donde algún gato dormita buscando el sol entre las sábanas tendidas. Sentarte en un vera de pozo, que construían para recoger el agua de la lluvia y dejar pasar el tiempo mirando a la gente que camina o bordear un palacio cruzando un puente estorto a través de un canal para aparecer en otra calle que no estaba en la línea recta con la anterior. Descansar en algún banco, hay muy pocos en Venezia, y mirar ese bosque de chimeneas cónicas invertidas que llaman fumaiolo y que son tan típicas de la silueta veneciana como las altane, esas terraza construidas sobre pilares robándoles espacios a los techos para poder tomar el sol. Y es que, en esta abigarrada geografía veneciana de nombres curiosos, el espacio cotiza su precio en oro.

Otro de los grandes placeres es tomar el vaporetto 1 a la caída de la tarde para ir y venir por el Gran Canal, viendo como la luz va cambiando durante el recorrido y los palacios adquieren diferentes tonalidades con la puesta de sol, como se van encendiendo las bombillas y la penumbra lo va envolviendo todo y el agua se vuelve más misteriosa y oscura. Por que las farolas en Venezia también son melancólicas, emitiendo una luz muy tenue que apenas deja divisar las sombras. La luz justa para levantar el misterio y la fantasía, para envolverte en la calma de la noche, cuando se marchan los turistas y los sonidos se engrandecen. Es entonces cuando se oye el chapoteo del remo de alguna góndola en un canal oscuro, la risa lejana de algún turista escandaloso, el murmullo del agua rozando la piedra de algún fontego o el tañido cansado de alguna campana porque esta ciudad esta libre del estruendo del tráfico, no hay cláxones que griten en mitad del atasco, ni coches que aceleren detrás de un semáforo. Por eso aquí pueden aún oírse las campanas en pleno esplendor en una sinfonía de campaniles que compiten por tu oído.

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La luz ha ido cambiando a lo largo de los días. El sábado era limpia como la colada puesta a secar, una luz tranquila de principios de otoño, cuando los rayos de sol empiezan a ser queridos porque alargan esa sensación de alegría veraniega, pero agradeces su calor porque ya se insinúan las sensaciones del invierno. El domingo se fue nublando  y la ciudad se presentó gris y decadente, las aguas se hicieron más oscuras y la piedra parecía más sobria. La noche fue mojada, noche de apagón que dejó a toda Italia a oscuras e hizo que la gente no hablara de otra cosa durante los días siguientes.

El lunes amaneció frío, un poco desangelado, pero, a lo largo de día, el sol acabó por romperse e inundarlo todo de una luz abierta y clara. En el traghetto, cruzando el Gran Canal a la altura de San Tomá, con la góndola llena de gente de pie, oímos una conversación entre dos hombres sudamericanos sobre lo hermosos que son los días de sol después de la lluvia en Venezia y sobre la expresión que dibujaban las gentes de otras ciudades cuando les explicaban que iban al trabajo en góndola. Yo puedo imaginarme esa caras, como puedo imaginarme la luz del sol después de la lluvia, puedo imaginar lo que se siente porque me produce una inmensa envidia. Aunque reconozco que tal vez la vida en esta ciudad no sea fácil, siempre llena de turistas y con las limitaciones que imponen la geografía del agua y la falta de espacio. Sus escalones y sus puentes deben ser un suplicio para alguien que vaya en una silla de ruedas y me cuesta imaginar como funciona una urgencia médica o una mudanza, aunque estoy seguro que lo miro con los ojos de un forastero y que también debe haber un espacio cotidiano para ese tipo de cosas.

Envidio ir al trabajo en góndola, aunque debe ser un suplicio si llegas tarde, como envidio la luz del sol, aunque pienso que los inviernos deben ser fríos y de una humedad espantosa. Pero esa luz ahora es mágica y limpia y hasta el agua de los canales brilla de otra forma y los palacios adquieren otro aspecto. Sólo me falta ver Venezia con niebla, medio perdida en la bruma de la nostalgia, pero ahora prefiero disfrutarla a la luz de este martes de principios de otoño. Ya vendrá el invierno con sus largas noches y el cansancio del trabajo.

La luz es especialmente mágica al atardecer en la punta de la Dogana do Mare, cerca de la Iglesia della Sallute con su base octogonal y su enorme cúpula. Recuerdo un atardecer en este mismo lugar de otro viaje cuatro años atrás. La iglesia de San Giorgio Majore recibía los reflejos dorados de la caída de la tarde y decenas de embarcaciones de diversos tamaños cruzaban la laguna. La esfera dorada del mundo, sostenida por los dos atlantes verdosos, parecía más pesada a esa hora del día y, sobre ella, la estatua de la fortuna indicaba que el viento se dirigía hacia el Gran Canal. La brisa jugaba con la melena de Laura, entonces la tenía algo más corta, y refrescaba nuestros rostros después del calor de un día de agosto. Una gaviota solitaria sobrevolaba las olas cercanas y en San Giorgio las campanas iniciaban la cuenta de las ocho. Inmediatamente en San Marco le contestaban con golpes acompasados entre el rumor del agua. Recuerdo un tatuaje de henna en la espalda de Laura y las ventanas de San Giorgio sangrando un sol naranja. Al acabar de sonar las ocho nos marchamos, pero antes bailamos una canción imaginaria que sólo nosotros pudimos oír en nuestro interior. La brisa envolvía nuestro abrazo. Podríamos volar.

El recuerdo de aquel atardecer siempre ha estado presente por la magia el momento, la luz, las sensaciones. Volvimos a Venezia con la idea de repetirlo, pero es difícil encerrar la belleza de un momento, por eso nace la magia. Esta vez hemos encontrado la Dogana en obras y sin poder acceder a ese punto donde las aguas del Gran Canal se juntan con las del Canal de la Giudecca. Esta vez los andamios y las vallas han cercado el momento irrepetible, lo han hecho imposible y nos hemos tenido que conformar con ver la puesta de sol algunas horas antes y desde las zattere, a la espalda de la Sallutte, mirando las formas de Palladio en la iglesia del Redentore, mientras un disco solar igualmente naranja se ponía en la punta de la Giudecca.

Hay sabores irrepetibles, sensaciones que quedaron atrapadas en su momento, como un insecto en una piedra de ámbar. Ese color ambarino de una puesta de sol de cuatro veranos atrás que, tal vez, ya nunca podremos repetir con aquella magia.

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La Piazza de san Marco tiene algo de salón decadente, con la música de sus orquestas que van alternando los sonidos y los turistas, que se dirigen del café Florián al de Quadri conforme cesa la música de uno y comienzan los acordes de otro. A esa hora nocturna la plaza aparece más tranquila y más relajada, libre del enjambre de palomas, con sus arcadas oscuras y el neón de alguna tienda de objetos de vidrio a la caza de algún turista despistado. Con esa corola de luces de farolillos iluminando las Mercerie, decenas de lunas se dibujan entre los arcos y, al fondo, la basílica parece más pequeña y descolocada, mirando a una esquina de este trapecio de sillas ordenadas como un ejército que espera a los turistas para robarle el dinero por un café.

Las campanas marcan silencio.  Solo la Marangona, la campaña mayor, se salvó del derrumbe del Campanile en 1.902. El resto hoy sólo son pasado, nombres que han quedado ligados a sonidos, a funciones, alegres unas y tétricas otras: Maleficio, la más pequeña, lloraba las ejecuciones, Marangona cantaba el inicio y fin de la jornada de trabajo de los carpinteros (marangoni), Trottiera invitaba a los magistrados a trotar hasta palacio, Nona sonaba al medio día y Mezza Terza cuando se reunía el senado.

En la Piazza, con mayúsculas porque es la única plaza de Venezia, no hay reloj que funcione. Los dos moros que marcaban las horas hace tiempo que callaron, primero porque el reloj dejó de funcionar y luego porque, una vez resucitado, tuvieron que restaurar la Torre dell’ Oroglio. En una guía de viajes leí que era el único reloj de la ciudad y tal vez debió de ser así en el pasado, porque en la actualidad hay relojes en algunos de los sitios más inesperados.

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Venezia es una ciudad de reflejos, que producen la extraña sensación de un sueño que acaba de despertar. Es una ciudad que refleja su hermosura en las aguas de sus canales para ver doblemente su vanidad de mujer coqueta. En esos movimientos lentos del agua aparece una ciudad diferente, casi onírica. El espejismo de los arcos, alzados en la laguna por lacería de piedra istriana, dibuja motivos vegetales en una imagen más de su pompa singular. Sus sabores bizantinos, venidos del oriente, confunden su imagen de ciudad europea y le confieren una diferencia que te transporta más lejos.

Es una ciudad de belleza extrovertida que, sin el más mínimo rubor, enseña sus secretos como una mujer desnuda. Es una ciudad presumida y maquillada con corazón de mujer, ya que no me imagino rasgos masculinos en su paisaje. Se convierte en una ciudad siempre a punto de salir del sueño en el que te atrapa, en el que navegas embriagado de hermosura y melancolía y del que nunca quisieras despertar.

La Venezia nocturna es una ciudad diferente. Se vuelve silenciosa entre las sombras y su belleza se llena de misterio. Agobiada por enjambres de turistas que la asaltan durante las horas del día, su noche se torna surrealista, casi desierta de figuras humanas, recordándome un cuadro de Delvaux. Es una ciudad extremadamente silenciosa, donde se aprecian los sonidos ocultos durante el día, como el rumor del agua golpeando la piedra de un palacio en un canal apartado. Es una ciudad oscura, de luces muy tenues y aisladas, donde el paseo aun cobra mayor áurea de magia, donde su vanidad se vuelve íntima, casi cercana. El eco de unos pasos que se acercan tras una esquina umbría, resuenan sobre otros sonidos de silencio. La ciudad se llena de matices, aparecidos por sorpresa para hacer que las horas se mueran más despacio, embargadas por una sentimentalidad que roza lo abrumador.

 

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