Descubrí a Luis García Montero a mis veinte años. Desde que mis dedos abrieron las páginas del ejemplar del Diario Cómplice que me esperaba en el estante de la librería ha sido el libro de poemas al que he vuelto más veces y con mayor felicidad. Meses más tarde el azar me ofreció la oportunidad de conocerle.
Siempre le agradeceré a mi primo que me lo presentara. Ernesto tenía, con su hermano Paco, un bar con billares junto a la facultad de letras de Granada. Su interior había servido tanto para guardar folletos y carteles del Partido Comunista en los últimos años de la dictadura, como para charlas animadas por las bebidas sobre la política y la vida a las que habían acabado por asistir varios poetas jóvenes entre los que se encontraba el propio Luis o Javier Egea. A "Quisquete", que era como conocían a Javier, le conocería meses más tarde, una nublada tarde de finales de verano en su casa del Zaidín granadino. Luis me recibió en la suya, en la avenida Cervantes, esa misma tarde de nochebuena.
Recuerdo que jugó con las palabras tarde y buena, cuando se dió cuenta de la fecha que escribió debajo de una cariñosa dedicatoria en aquel libro rojo que dibujaba en su portada una pareja abrazada. La tarde fue más que buena, voló gozosa hablando de poesía. Yo entonces era muy joven y aún soñaba con ser poeta. Luís me habló de sus primeras lecturas con un libro que le había regalado su padre, una antología de los mejores mil poemas de la lengua castellana, una curiosa selección de clásicos y de poetas no tan conocidos. También me contó anécdotas con Rafael Albertí y me recomendó leer una novela: Un invierno en Lisboa que me descubriría a otro autor, Antonio Muñoz Molina, que no ha dejado de acompañarme desde entonces.
En Diario cómplice yo encontré mis sentimientos descritos en las palabras de otra persona, una poesía maravillosa que me hacía disfrutar, aún lo hace, de una nueva sentimentalidad, la etiqueta que le pusieron a aquellos jóvenes poetas que hablaban del amor y de la vida con metáforas e imágenes que demostraban una complicidad tan cercana con el lector, tan diferentes de las palabras rimbombantes y presuntuosas de otros poetas aislados en sus torres de marfil. Los mejores poemas son los que nos susurran nuestros sentimientos como si hubieran sido escritos pensando en nosotros. Desde entonces los versos de Luis han ido acompañando mi vida: después del amor casi juvenil de Diario Cómplice se han ido sucediendo, entre otros magníficos poemarios, la ruptura de Habitaciones separadas, el redescubrimiento de la pasión de Completamente Viernes, la llegada de la madurez de Vista cansada y ahora el dolor, la enfermedad y la muerte de Un año y tres meses.
Un poeta se va dejando la vida a lo largo de las páginas y algunos convertimos sus palabras en parte importante de nuestras vidas.
Si en Diario cómplice la ropa de la amada nos vigilaba como un gato tendido al final de la cama, en su último libro las zapatillas simulan espera con su tranquilidad de buen rebaño y entre ambos versos simplemente ha transcurrido una vida. Han pasado más de tres décadas desde aquella lejana tarde de nochebuena, pero mi admiración incondicional por la poesía de Luis no ha dejado de crecer, como también lo hizo años más tarde por las novelas de Almudena Grandes, la persona que marca Un año y tres meses.
Siempre he pensado que no hay poemas de amor, los poetas siempre escriben sobre el desamor, el recuerdo de la felicidad perdida aunque solo haya sido de forma momentánea, el dolor de la ausencia. Y la ausencia en este libro es enorme. En esos momentos de soledad absoluta es cuando solo nos queda un arma con la que luchar: la poesía. Ésa fue la respuesta que dió Joan Margarit en una entrevista que le hicieron antes de recibir el Premio Cervantes cuando preguntaron para qué servía la poesía.
Luis usa el arma de los valientes que no tienen miedo a desnudar sus sentimientos para poder seguir sobreviviendo. Él que hizo viajar el amor en los taxis ¡cuántos idiotas con pretensiones lo criticaron por describir así un amor cotidiano, por democratizarlo al alcance de todos! ahora lo refleja en palabras que pueden parecer poco poéticas como radioterapia o hemoglobina. Nos describe la muerte como un animal doméstico que ronda por las habitaciones, el eco de un monólogo despiadado, porque "dialogar con la vida no es sencillo/ si la memoria del amor nos sirve / platos precocinados" . Pese a confesar que la muerte no es un asunto literario, adentrarse en ella es, según imagina, como hacerlo en largo viaje en un avión trasatlántico
Y sin en su Diario cómplice ya nos decía…
Quizás sólo se trata de que no estás aquí,
de que perder es duro para todos
y el amor me hace falta, como sabes.
Quizás contigo estuve
tan demasiado cerca de su reino,
que necesito ahora desmentirme,
utilizar los trucos que uno tiene
para poder seguir.
Ahora nos confiesa…
Supongo que este modo de sentirse
definitivamente hundido
es una forma mía de estar enamorado
para empezar de nuevo
una vida distinta
con el amor de siempre.
A Luis García Montero, como a su amada Almudena Grandes, no le faltaran nunca los aliados en las trincheras últimas de sus palabras, que seguiremos usando como armas para combatir los golpes de la vida y celebrar la eternidad del amor, porque más allá de los pésames torpes, no pueden ser de otra manera, "una historia de amor es un viajero / que se sienta en la mesa a hablar de la vida". Y a pesar de todo, ese año y tres meses lo recuerda como los días más felices de su vida.