Cuando pienso en ti la primera
palabra que me viene a la cabeza es bondad, en el sentido más amplio que
conozco. Todos sabéis que María era una buena persona, una madre de una dulzura
infinita, generosa, una mujer muy familiar que siempre tuvo a la familia presente
en sus pensamientos.
Recuerdo el día en el que le dije
que estaba pensando irme lejos de casa. A mis 18 años sabía que para ella su
único hijo era la mayor ilusión de su vida (sentía un amor maternal que llegaba
hasta extremos que, incluso para mí, eran difíciles de entender). Su respuesta
fue otro ejemplo de generosidad: “aunque me dará mucha pena que te vayas a
Barcelona, estaré contenta porque será lo mejor para ti”.
Era una mujer muy sencilla, de
palabras muy simples, de expresiones que había heredado de su familia y que a
mi me gusta repetir a mi hija como un pequeño legado: Más se perdió en Cuba,
buenos días si me ”convías”… Esta Navidad echaremos de menos las canciones que
nos cantabas de carrerilla, los poemas que nos recitabas de memoria. Aunque la
memoria empezó a fallarte hace ya mucho tiempo nunca los olvidaste, los
aprendiste en tu infancia, esa infancia cruel que viviste en los conventos de
la posguerra, mientras tu madre sufría condena en una cárcel franquista. Tu
viste cómo se la llevaban detenida, una mañana de febrero que siempre imagino
fría. Recuerdo tus lágrimas el día en el que me lo contaste entre susurros.
Cuentan que durante la guerra
cantabas nanas para no escuchar los aviones. Formaste parte de una generación
que se acostumbró a la resignación, al sufrimiento, a la pobreza sin trasladar
ningún odio.
Recuerdo la alegría que te producían
mis visitas a Málaga en los primeros años. Habías ido esa mañana a la
peluquería para que tu hijo te viera bien peinada, con tu permanente bien
puesta.
Yo fui muy feliz viendo tu cara
de felicidad la mañana que abrazaste por primera vez a tu única nieta.
Hace unos pocos días leí unas
palabras de Joan Margarit con motivo del premio Cervantes que le acaban
de otorgar. ¿Qué es la poesía? se preguntaba a si mismo. Su respuesta me
pareció maravillosa: Una herramienta
quizá de las más efectivas en los momentos peores de nuestra vida. Por mucho
consuelo que tengas, llega un momento en que estás solo y sólo tienes a tu
disposición la poesía.
Anoche fui a mi pequeña
biblioteca en busca de ese consuelo. Mi propósito se me antojaba difícil: encontrar
un poema que reflejara mis sentimientos, sin entrar en tópicos. No sé si fue el
azar o esa magia inexplicable con la que a veces suceden ciertas cosas. Abrí el
primer libro que cogieron mis manos, Ya no es tarde de Benjamín Prado,
por una de sus ultimas páginas y allí me encontré este hermoso poema del que he
seleccionado algunos versos. Al leerlo la bombilla parpadeaba, la única explicación
lógica es que empieza a gastarse o se produjo una mala conexión, pero en la
lectura entrecortada por la iluminación de estos versos, sentí cómo mi piel se
erizaba y una extraña comunión con las palabras y con mis sentimientos.
Su viva imagen
-Eres su viva imagen, me decían
sin sospechar entonces que esas cuatro palabras
iban a ser ahora mi condena.
No tengo dónde huir, dónde esconderme:
sus ojos están dentro de mis ojos;
su apellido es el mío
como el nombre de un barco en el fondo del mar.
El tiempo sólo cura aquello que se puede
sustituir y yo no siento nada
que no sintiese antes
cualquiera en cuyas venas ha bebido la muerte:
la grieta de la angustia,
la plaga de los verbos en pasado;
los recursos que buscan su lugar en la vida.
Es tan raro saber que no volveré a verla
y los demás
seguiremos entrando en restaurantes,
cines,
supermercados,
estaciones de tren…
Ahora que mi madre no está
guardaré sus palabras, custodiaré sus huellas;
y jamás voy a darla por perdida:
la memoria es el margen de error del olvido.
La imagino en una época en que yo no exitía,
haciendo cosas
que nunca le vi hacer: enamorarse,
bailar, romper las reglas, ser feliz;
y a veces me pregunto
si fue siempre la misma mujer que conocíamos,
tuvo tan claras sus obligaciones.
donde estaba su sitio,
de qué infierno no era decente escapar.
Antes de la morfina y el delirio,
de que fuera quedándose sin caminos de vuelta,
sin puentes que cruzar,
sin esperanza.
No sé cómo explicarlo:
los recuerdos te siguen: pero cuando te vuelves,
nunca están ahí.
Las cosas no se pierden cuando desaparecen,
sino cuando las dejas de buscar.
Miro su anillo;
miro sus fotos
y soy yo:
puedo ver nuestra cara, nuestras manos…
Y eso que era mi orgullo, ahora es mi condena;
ser hoy que ya no está su viva imagen,
ser su eco,
su huella.
Cuando recordamos a los ausentes, resucitamos su presencia. Sin las
palabras, los recuerdos, los que nos ayudan a mantenerlos cerca. Por eso me
gusta escribir sobre los que ya no están, sobre mi familia, mi abuela, mi tía,
mi prima y ahora mi madre. Como algunos sabréis, llevo tiempo, intentando
escribir la historia de mi abuela. En ella aparece también mi madre María. Hoy
he querido traer este texto aquí:
La mañana se colaba a raudales
por el ventanal del pabellón de lactantes dibujando su luz sobre el suelo
ajedrezado de baldosas blancas y negras. La mayoría de las reclusas
aprovechaban el descanso para cuidar de sus hijos al abrigo del sol del último
día del otoño. A diferencia de la oscuridad de las celdas donde malvivían el
resto de las presas, la claridad inundaba la sala y la convertía en un fugaz
paraíso.
María observaba a su pequeña
que, dormida en el regazo, sonreía envuelta en la delgada manta. Dentro de la
cárcel una sonrisa es el mayor de los tesoros y la cara radiante de la criatura
le parecía una enorme puerta abierta al campo. Se agarraba con fuerza a su
presencia para sobrevivir a un castigo al que el bebé también parecía
rebelarse. La llamaban la “tres minutos” porque no podía permanecer quieta más
tiempo. Había heredado el genio alegre de su madre y un carácter que a los ocho
meses ya era difícil de domar, pero, adormecida por la tibieza del mediodía, se
mostraba tranquila.
María aprovechaba cada una de
esas pausas para dejar que sus pensamientos volaran muy lejos, sin dirección
aparente. Miraba hacia la luz con los párpados cerrados, cuando se abrió la
puerta que había al fondo de la estancia. Por ella aparecieron las amplias alas
blancas de una de las hermanas de las Hijas de la Caridad de San Vicente de
Paul: la realidad tiesa y almidonada que regía la vida en la cárcel. En sus
manos llevaba un paquete de cartas que iba repartiendo entre sus compañeras. Al
oír sus nombres se levantaban a recoger las noticias que llevaban días
esperando y que representaban el único y delicado hilo umbilical que las
mantenía en contacto con el exterior, una larga retahíla de besos y promesas
con los que combatir el olvido. Cuando ya solo le quedaba una por entregar,
hizo una larga pausa antes de pronunciar el nombre de la última destinataria.
María lo adivinó mucho antes porque los ojos oscuros de la monja no habían
parado de escrutar su mirada desde que entró en la sala. No supo adivinar si
sus palabras eran un cumplido o una amenaza.
—Tienes unas hijas muy guapas.
Como siempre, el sobre estaba
abierto. Contenía un pequeño trozo de intimidad censurada, una hoja de papel
doblaba por la mitad que, esta vez, guardaba entre sus pliegues una fotografía.
Mariquita, a sus ocho años, tenía la mirada seria de las hermanas mayores
mientras apretaba la mano de Encarnita, dos años más pequeña. Posaban muy
juntas delante del tronco delgado de un árbol en una calle imprecisa de
Granada. Al fondo, las siluetas borrosas de varias personas eran sólo manchas
oscuras que se alejaban caminando por la acera junto a un automóvil aparcado en
una esquina del encuadre.
Las habían vestido con las
ropas del domingo, con unos abrigos que no conocía y que debía haber cosido su
madre. ¿Qué sacrificios habría tenido que hacer la pobre Antonia para que sus
nietas no pasaran frío? ¿De dónde habría sacado el dinero con el que comprar el
paño? El de su hija mayor era oscuro, tenía cuatro botones plateados y unas
solapas redondas. Encarnita vestía uno más claro, con tonos de un color
diferente en los cuellos y en los puños, y mostraba esa mirada traviesa de las
niñas enfadadas.
Debajo de los abrigos
abrochados hasta el cuello apenas sobresalían unos vestidos a cuadros y unas
piernas muy delgadas que acababan en unos calcetines blancos dentro de los
zapatos gastados. Al verlas, casi pudo percibir el frío del día gris y otoñal,
el desamparo en sus miradas que no podían esconder la pena imborrable de los
niños nacidos con la guerra, esa expresión de orfandad que tienen los que han
sido privados de sus madres.
Al girar la imagen se encontró
unas palabras escritas a lápiz, un mensaje de su hija mayor que ocupaba todo el
reverso: “Querida mamá me alegraré que te encuentres bien. Nosotras bien Gª a
Dº. María te mandamos una foto para que nos beas y mil besos gordos de los
agüelitos y los tíos. Adiós, mamá”. Detrás de la nerviosa caligrafía infantil de
su hija se rebelaba el dictado intencionadamente cariñoso de la abuela, las
frases justas que debían transmitir el consuelo de una remitente que no la
olvidaba. Aunque las lágrimas humedecían sus ojos, María estaba feliz: aquella
carta era un salvoconducto para la esperanza…
Era difícil devolverte esa enorme
cantidad de generosidad y cariño que me dabas, que nos dabas a todos. Esa fue
una de las primeras lecciones que aprendí en la vida: en eso era imposible
competir contigo, estar a tu altura. Pero ahora quiero decírtelo aquí por última
vez, aunque tú lo sabías: te quiero mucho, te he querido mucho más de lo que te
lo he dicho, te queremos todos. Me alegra descubrir en mi alguna de tus cosas
buenas y sobre todo y muchas más en tu nieta.
Siempre estarás en nuestra
memoria.