15 enero, 2015

La palabra del aviador

La anterior entrada en este blog me llevó a la relectura de la novela El silencio del aviador de Paul Nothomb y al descubrimiento de su libro Malraux en España y, con ello, mi fascinación por el personaje y por aquellos que le rodearon no ha hecho otra cosa que aumentar.

En septiembre de 1936 Nothomb es un joven de veintidós años que decide utilizar los conocimientos de aviación, que había adquirido como alférez bombardero del ejército belga, para ponerse al servicio de la República Española. Se describe a sí mismo como el hijo descarriado de una buena familia de la derecha católica belga. Se niega a llevar el apellido de su padre, un simpatizante del fascismo con el que tiene una relación tormentosa.

Cuando llega a Madrid se siente “un bolchevique de acero”, un “estalinista ejemplar” dispuesto a morir por la causa de la revolución. A sus camaradas les parece demasiado “alemán” su antiguo uniforme de botas altas y aire marcial, tan diferente a la disparidad con la que visten los milicianos. Nothomb se sorprende de la situación que reina en las calles: “La indisciplina reinaba como dueña absoluta, llevada por su reciente triunfo nacido en el heroico caos del asalto a los cuarteles. Esa hazaña de algunos se la apropiaban todos”.


Paul Nothomb (3º por la izq.), fotografiado en Septiembre de 1936 junto a algunos de sus compañeros
 de la Escuadrilla España.  "Malraux en España". Editorial Edhasa


La euforia idealista de los que han logrado frenar al fascismo se expande sin freno. Podemos verla aún hoy en los rostros que captaron algunos de los fotógrafos más famosos, esas caras sonrientes y exaltadas de los que se sienten invencibles y que Nothomb describe de forma magistral: “Eran niños grandes y salvajes, de vacaciones por primera vez en sus vidas, que rechazaban cualquier obligación y se agrupaban según el estado de ánimo, jugándose a disfrazarse con pañuelos, brazaletes de colores y creyéndose invulnerables”.

Para un hombre pragmático y serio como él, todas aquellas muestras le parecían absurdas frente a un enemigo que avanzaba y que cada vez estaba más cerca. Especialmente la orgía utópica de los anarquistas, más preocupados por imponer su revolución libertaria que por ganar la guerra: “La CNT colectivizaba los transportes, decretaba su gratuidad total y organizaba las grandes vacaciones de la multitud invitándola a diario a reuniones y desfiles”.

En ese contexto, sólo la capacidad organizativa del cada vez más poderoso Partido Comunista podía poner freno al desbarajuste que campaba en las filas republicanas. Nothomb es nombrado comisario político de la Escuadrilla Malraux, pero el ambiente de camaradería que gobierna la unidad, formada por miembros de varios países, es muy diferente a la disciplina férrea que algunos comisarios políticos tratan de imponer entre sus camaradas. No obstante, Nothomb descubre en la guerra española el horror del estalinismo y, al igual que otros intelectuales que vinieron a defender la República como John Dos Passos o Arthur Koestler, acaba desilusionado.

Muchos años más tarde escribiría en su libro Malraux en España: "Hoy me consta que los que fuimos sin duda sinceros comunistas éramos los cómplices de grandes crímenes. Nos encontramos a finales de 1936, es decir, en el momento en que Stalin se lanza a sus purgas más sangrientas, cuyos ecos llegan hasta nuestros oídos y dan lugar a violentas discusiones entre nosotros. Después de todos estos años, sin embargo, me niego a considerar a mis camaradas del Partido de manera distinta a como lo hacía entonces"

Pero la situación a finales de 1936 comenzaba a ser dramática. Ante un enemigo que amenazaba con tomar Madrid y con la marcha del gobierno de la capital hacia Valencia, no había demasiado tiempo para pensar. El tiempo de los discursos había pasado. La guerra no se podía ganar con palabras, sino con actos de valentía, actos como la última acción de la Escuadrilla España.

El 10 de febrero de 1.937, decenas de miles de refugiados huían de Málaga acosados por los fascistas. La mayoría de ellos eran mujeres y niños indefensos, que habían sido atacados sin piedad durante varios días. Nothomb estaba entre los miembros de la tripulación de los dos bombarderos Potez, los únicos que acudieron en su ayuda. En su novela El silencio del aviador nos ofrece una perspectiva única y diferente de aquella desgracia:

“Se produjo entonces como un mazazo, la catástrofe de Málaga. […] Replegadas en Valencia, las autoridades acudieron a la aviación -¡la aviación internacional!- como último recurso. Los que a la víspera eran partidarios de esperar acontecimientos, ahora, fuera ya de sí, ya no querían esperar nada. Ni siquiera el apoyo de los cazas, estacionados en Madrid. Para detener la masacre, para frenar el avance enemigo, se hacía imperativo enviar inmediatamente al Sur todos los bombarderos disponibles.”

“Aterrizaron al anochecer, cargados de bombas. Al alba despegaron en busca de la columna. Encontrarla no fue difícil. La carretera, la única que había, se extendía a lo largo de la costa, primero desierta y luego, al cabo de cien kilómetros, súbitamente poblada: burros, carretas, rodeadas por una masa de peatones: la cabeza (los primeros en partir o los más rápidos) de una multitud que iba creciendo a cada minuto”.

“Aquí y allí se veían algunos rectángulos negros; eran coches, todos parados, y sin duda abandonados, que los fugitivos, como limaduras repentinamente imantadas, ceñían a su paso.  También a veces las líneas de puntos se agrupaban  y se desviaban hacia el borde exterior de la carretera, como para sortear unos obstáculos todavía ocultos por las sombras de las rocas. Atrier adivinó  que se trataba de cadáveres”

Esa fue la última acción de la Escuadrilla España. Sus dos últimos aparatos, pesados e indefensos, fueron derribados y Nothomb resultó herido en una pierna y marchó a Paris a restablecerse. Su acción ayudó a frenar el avance enemigo y salvó muchas vidas. Mis abuelos y mi madre –entonces una niña de dos años- formaban parte de esa marabunta asustada y se quedaron a vivir no muy lejos de donde habían caído los aviones. Allí pasarían el resto de la guerra.

13 enero, 2015

Espuelas de papel

La lectura es un estado de ánimo, depende del contexto del lector en un momento concreto. Hace diez años compré Espuelas de papel, la novela de Olga Merino, comencé a leerla y, ahora desconozco el motivo –fue un tiempo de mudanzas, de cambios, de llegadas…-, acabé abandonándola. Durante todo ese tiempo, ha permanecido en los estantes donde se mezclan los libros disfrutados con los que no fraguaron, hasta que lo re descubrí hace unos días para rescatarlo del purgatorio.



A menudo los críticos sesudos ensalzan a un tipo de novelista presuntamente intelectual, que aborda los grandes temas de la humanidad con historias aburridas, grises, tan elevadas como faltas de humanidad. Esos mismos críticos y lectores sibaritas endosan a veces calificativos demoledores. Hay uno de ellos que me llama la atención: costumbrista, porque viene cargado de connotaciones negativas que huelen a kistch, a folclore.

Durante años el realismo no estuvo bien visto por los novelistas que se sentían modernos o por los críticos de vaticinan la muerte de la novela. Había que ser innovador, plantear estructuras complejas, nuevas formas de contar, encontrar puntos de vista diferentes, narradores audaces…Pamplinas. Yo siempre preferiré el realismo de Delibes o de Marsé, por citar a algunos de sus maestros.

Lo que funciona es una buena historia, unos personajes que nos hagan sentirla y un estilo que nos resulte envolvente para que nos acompañe durante el camino. Espuelas de papel me cuenta una historia doblemente cercana: la de los emigrantes andaluces en Cataluña, la de los derrotados por la guerra. Y lo hace a través de un puñado de personajes por los que me resulta inevitable sentir una enorme empatía: Juana, la joven protagonista que abandona el futuro miserable de su pueblo andaluz para buscar nuevas oportunidades en la Barcelona hostil de postguerra; o su padre que, a lo largo de la novela, nos repite que se hizo fascista por un plato de pijotas sin poder engañar al lector, ni pretenderlo, porque desde el principio es evidente que su historia, oscura y triste, encierra otras verdades, de represión y miedo. Y es que todos los personajes las esconden y nos las van desvelando con el paso de las páginas: la viuda Monterde, en cuya casa entra a servir la protagonista, malvive del tráfico de joyas con pasado turbio; Liberto el maestro relojero tullido, derrotado, cuyo nombre ya perfila su antiguo anarquismo, o esa maravillosa Chachachica, que, sin pertenecer a la familia, se convierte en su pilar, a pesar de tener “el alma y los huesos de viento solano y cristales”. Quizás el único que no la esconde es un personaje real, el capitán Díaz Criado, el carnicero que lideró y ejecutó la cruel represión franquista en Sevilla durante los primeros días de la guerra, un auténtico hijo de puta que no necesita máscara.
Uno de los aciertos de Espuelas de papel es la gestión del tiempo narrativo: pasado y presente se funden en un vaivén que dosifica la trama, develando las medias mentiras, los indicios, un pasado doloroso que todos tratan de esconder sin demasiado éxito en ese “limo del recuerdo”, porque como dice su autora “los años han pulido la piedra pómez de la memoria”.

Ahora que algunos novelistas buscan un estilo impersonal, aséptico y frío para contar los hechos, agradezco a los orfebres de las palabras su empeño en buscar la belleza del estilo, esas imágenes maravillosas que llenan esta novela de poesía, como “los cantos afilados de las pesadillas”.

De entre todas ellas me quedo con la descripción de la vida en una de aquellas corralas, que tan bien conozco a través de las propia narraciones de mi familia: “Toda la existencia de la casa de vecinos parecía impregnada de una pátina de alegría que no lograba asfixiar por completo la tristeza muda, la estrechez, la promiscuidad, el aliento fétido y pegajoso de la pobreza”

O con esta terrible descripción: “a finales de aquel julio tórrido de mil novecientos treinta y seis, Sevilla era la boca podrida del infierno”.


He tardado una década en admirar Espuelas de papel. Olga Merino es, además de escritora y periodista, profesora en la Escola d’Escriptors de Barcelona, donde aprendí durante tres años. Es una pena no haber coincidido con ella en un aula.