31 agosto, 2014

Un breve homenaje

El último día de agosto de 1.978 murió mi abuela María Álvarez. Entonces yo era un niño de apenas nueve años que no sabía nada de su vida, la fui conociendo más tarde a través de las historias que me contaban mis tías y los detalles más emocionantes y desconocidos los encontré en plena investigación histórica para la novela que escribo, cuando recibí copia de su expediente penitenciario o del consejo de guerra que siguieron contra ella.

Han pasado treinta y seis años desde entonces y durante los últimos, a medida que iba conociendo su historia, esa dignidad con la que los héroes improbables encaran los acontecimientos más duros, esa fuerza interior que debió conducirla a través de los momentos más dramáticos, he ido teniendo más preguntas sin respuesta. Fue una pena que se marchara tan pronto, ahora me gustaría poder conversar con ella, conocer los mil detalles, las pequeñas historias que tanto me gustaría preguntarle, las que he tratado de imaginar muchas veces con el miedo de no serle fiel a sus vivencias.



Han pasado treinta y seis años, pero somos muchos los que estamos orgullosos. Vivirás en el recuerdo de generaciones: el principal motivo que me lleva a escribir esa novela que tengo tan embarrancada es que algún día mi hija Paula pueda conocer y emocionarse con tu historia.

En su homenaje dejo aquí un pequeño fragmento de ella:

La mañana se colaba a raudales por el ventanal del pabellón de lactantes dibujando cuarterones de luz en el suelo ajedrezado de baldosas blancas y negras. La mayoría de las reclusas aprovechaban la tranquilidad del descanso para cuidar de sus hijos al abrigo del resplandor que les regalaba el sol del invierno. Mientras unas jugaban con ellos, otras les daban el pecho, cantaban nanas o simplemente los abrazaban contra su cuerpo. Las travesuras de un par de niños, que corrían entre las gastadas cunas de madera, provocaron las risas de algunas madres, un breve instante de alegría entre tanta amargura. A diferencia de la oscuridad de las celdas donde malvivían el resto de las presas, la claridad inundaba la sala con una extraña sensación de confort y la convertía en un fugaz paraíso. 

María observó a su pequeña que, dormida en el regazo, sonreía envuelta en la delgada manta. Trató de imaginar qué  dulces sueños debían motivar una felicidad tan sencilla y, a la vez, tan grande. Dentro de la cárcel una sonrisa es el mayor de los tesoros y la cara radiante de la criatura le parecía una enorme puerta abierta al campo, un soplo de libertad escondida en la negrura.