Treinta años más tarde, aún recuerdo
los partidos de fútbol que disfrutaba desde la gradería de Gol de La Rosaleda,
la voz ronca y el bigote canoso del vendedor de coñac que pasaba con la botella
de Terry, los anuncios de restaurantes que retumbaban por la megafonía: “La
Cancela Campera, popular y con solera” o el himno pomposo y cañí que el club
tenía en aquel tiempo: “Málaga, la
bombonera, capital de la Costa del Sol, es un equipo de primera…”, las
bufandas blanquiazules de los puestos callejeros que se colocaban cerca de las
bocanas del estadio, la masa desbocada que se desparramaba después de los
partidos, alejándose por el Paseo de Martiricos o la Avenida del Doctor
Marañón, donde estaba el piso modesto de barrio obrero en el que vivía con mi
familia. Recuerdo que siempre caminábamos deprisa cuando el equipo había
perdido. En cambio, la victoria se disfrutaba con pasos más calmados.
Desde la ventana de la
habitación del final de mi infancia se veían los asientos de la tribuna de
Preferencia e incluso un córner de Fondo. Con la adolescencia llegó el Mundial
de Fútbol del horrible Naranjito, ampliaron las graderías y se dejó de ver aquella
esquina verde sobre la que se movían los futbolistas como insectos de colores.
En esa época mi padre era un
parado que trabajaba los domingos en El Barco, uno de los bares que se abarrotaba
con la multitud que hormigueaba por la calle. La barra, con forma de proa y
decoración marinera, se llenaba de copas y carajillos tomados con prisa y sus
escasas mesas con algunos de los aficionados visitantes que acababan las
raciones antes del inicio del encuentro. No había dinero para grandes lujos.
Fue mi tío Fali quien empezó a llevarme al campo, el que pagaba la entrada y
disfrutaba con la expresión de alegría que mi cara le expresaba cuando entraba
por la puerta. Con el viví la euforia de aquel ascenso. Luego me ayudó a pagar
el abono de la temporada del retorno a primera, después de varios años en el
pozo de la división de plata.
Todavía recuerdo con ilusión
aquel partido en el que le metimos seis goles al todopoderoso Real Madrid de
Juanito, Camacho, Del Bosque y Santillana. Como sólo estábamos acostumbrados a
celebrar penas, nadie entonces supo dónde ir a celebrar el triunfo. No teníamos
fuente, ría o plaza convenida para hacerlo. La goleada fue histórica y no se
repitió hasta hace ahora dos años cuando el Barça, en otra maravillosa tarde de
fútbol, le endosó otras seis dianas al antipático rival. Aquella tarde un fino
interior vasco, que se llamaba Martin y daba unos pases en profundidad
magníficos, marcó tres golazos. Era un futbolista modesto, tan distinto a los
galácticos de hoy, pero yo aún lo veo conduciendo el balón con maestría. Creo
que, si me lo propusiera, mi memoria podría repescar la alineación de aquel
equipo de los ochenta formado con muchos canteranos. Fernando, Popo, Brescia,
Regenhart, Muñoz Pérez…El portero rondeño con su elástica verde y sus palomitas
imposibles, que le disputaba la titularidad en la selección sub 21 a un vasco
llamado Zubizarreta, el lateral derecho bajito y correoso, el izquierdo
estilizado y profundo, el central sobrio
de barba oscura, todos ellos de la cantera y aquel libre argentino de
melena muy rubia que jugaba por delante de la defensa.
Martín disparando a gol en la tarde gloriosa del 6 a 2 al Real Madrid
Mi tío Fali me transmitió la
pasión por el fútbol. Aún guardamos, medio perdida en un álbum muy gastado, la
foto que se hizo con mi padre, ambos socios de la Peña Barcelonista, con
Ramallets y otros jugadores del Barça de los cincuenta. Todavía resuenan
las anécdotas que él contaba, que mi padre aún cuenta, sobre los viajes que hacían en autocares viejos y carreteras con curvas para ver jugar
a los azulgranas por los estadios de Andalucía. Mi abuelo Rafael, mi tío Fali,
mi padre Pepe eran todos del Barcelona. A mi familia nunca le gustó el equipo
del régimen. En aquello años grises de la dictadura no simpatizaron con el
equipo siempre vencedor de las glorias deportivas que campeaba por España.
Fali nunca vio al Barça
ganar la Copa de Europa. Siempre maldecía la final de los postes cuadrados que
se perdió en un campo suizo contra el Benfica. Y, por supuesto, nunca soñó que
el Málaga algún día pudiera jugar esa competición reservada a los más grandes.
Los niños malagueños solo vimos jugar a la Juventus, al Liverpool o al Bayern
Múnich en el televisor.
Mi tío nos dejó una tarde de
primavera de hace muchos años. Cada vez que el Barça ganó una de sus cuatro
Copas de Europa yo me acordé de él. El Málaga pasó por apuros. Estuvo a punto
de desaparecer varias veces. Descendió a los abismos del infierno. Para
entonces yo ya vivía lejos y desde Barcelona no siempre era fácil encontrar los
resultados de la tercera división. En esa época no existía internet para
acceder a los diarios locales.
Mañana jugamos el partido más importante de la historia -resulta curioso cómo los aficionados nos incluimos en la forma activa de la primera persona del plural- y si ganamos, la temporada próxima jugaremos la Copa de Europa. No quiero imaginar lo dulce que sonaría el himno de la Champion en una calurosa noche de verano en La Rosaleda. Como en las tardes de mi adolescencia, lo viviré pegado al transistor con el miedo de los aficionados que siguen a los clubes modestos, siempre temerosos de que no se cumpla el destino que parece sólo al alcance de los demás, siempre resignados a alegrías menores de los equipos llamados ascensores, a luchar por los ascensos y las permanencias.
Pase lo que pase me acordaré
de mi tío Fali. ¡Ojalá él hubiera visto al Barça ganar la Copa de Europa!
¡Ojalá pudiese estar mañana con él en la vieja gradería de Gol! Animando. Como aquel
11 de septiembre de 1.984 en el que le metimos seis goles al Madrid. Mañana
destrozaremos la historia, siempre esquiva con las ciudades del sur. Cómo me
gustaría ver mi vieja avenida abarrotada de banderas blanquiazules, oír las
palmas, el runrún del estadio, la grada gritando ¡Málaga, Málaga, Málaga!